NUEVO ESPACIO PARA COMPARTIR

En esta foto se ven las montañas "abriendo sus puertas" para que entre la ruta y el río juntos al pueblo, quizás el más lindo de la Argentina, colgado al pie de esa piedra impresionante que es el cerro Fitz Roy.
Ese pueblo que nos invita a pasar es El Chaltén, en la patagónica Santa Cruz.
Esta página, es como esa puerta, que permite mirar en el lugar en que subo algunas de las cosas de mi archivo personal, que me acompaña a todas partes. La mayor parte de ellas, pertenecen a otra gente; otras, las menos, son propias.
Algunas, a algunos cercanos a mi vida, a mis afectos. A una parte de ellas, algunos hábiles talentosos les han puesto música.
Otras no la precisan.
Seguiré buscando y subiendo otras cosas por allí, nuevas y no tanto, las que de a poco se irán haciendo mías también.
Espero que las disfruten tanto como las disfruto yo.
Y si quieren subir algún comentario, será bienvenido..!
(rt)




martes, junio 21, 2011

PRÓLOGO del libro PERONISMO, de José Pablo Feinmann

PRÓLOGO


Esto es un ensayo.
Es un libro sobre el peronismo. No es la desgrabación de un curso. Ni estará escrito como si el autor le hablara al lector y hasta dialogara con él.
Esa experiencia ya fue ensayada con el proyecto anterior encarado desde este diario, los días domingo, cuando la gente quiere “cosas livianas” para leer después del asado, o al borde de la piscina (pileta) o antes o después de jugarse un partido de fútbol o uno de tenis o jugar al truco o a la escoba de quince o a cualquier otra cosa.
Esto es un libro con pretensiones desmedidas: historiar e interpretar al peronismo.
No podemos seguir sin hacerlo.
El peronismo sigue y hay que seguirlo de cerca. O retroceder y tomarle distancia. Tratarlo con frialdad. Como a un objeto de estudio, arisco y feroz. Lleno de sonido y de furia.
Diferente, esquivo, no único, pero sin duda específico.
Priva en él más la diferencia que el paralelismo con otros partidos de otros países.
No es el varguismo. Todavía no es el PRI.
No es –aunque tanto se empeñan en que lo sea– el fascismo.
Ni menos aún esa pestilencia alemana que entre alientos nietzscheanos, invocaciones a la “bestia rubia” y a las “aves de rapiña”, a la pureza de la raza, a la biología de los héroes, o a la respuesta creativa del Dasein comunitario a la técnica como caída (en Heidegger) se llamó nacionalsocialismo.
Hay grandeza y profundas miserias en el peronismo.
Hay demasiados muertos.
Hay un plus de historicidad. Hay una historia desbocada.
Hay líderes (sobre todo uno), hay mártires (sobre todo una), hay obsecuentes, alcahuetes, hay resistentes sindicales, escritores combativos, está Walsh, Ortega Peña, está Marechal, están Urondo y Gelman, están asesinos como Osinde y Brito Lima, fierreros sin retorno como el Pepe Firmenich, doble agente, traidor, jefe lejano del riesgo, del lugar de la batalla, jefe que manda a los suyos a la muerte y él se queda afuera entre uniformes patéticos y rangos militares copiados de los milicos del genocidio con los que por fin se identificó, hay pibes llenos de ideales, hay más de cien desaparecidos en el Nacional de Buenos Aires, está Haroldo Conti, muerto, Héctor Germán Oesterheld, muerto, Roberto Carri, muerto, y hasta Aramburu, muerto, está la opacidad de una historia de opacidades, de odios, venganzas, horrores, está la OAS, Henry Kissinger, el comisario Villar, formado en la Escuela de las Américas, cana puesto y avalado por Perón, el gran indescifrable, el Padre Eterno, el ajedrecista genial, el que volvería en el avión negro y volvió viejo y volvió malo, y le dio manija a López Rega, de cuya paranoia asesina no podía decirse inocente, porque nadie desconoce lo que tiene tan cerca, y si a eso que tan cerca tiene le da espacio y le deja las armas, y encima se muere y sabe que se muere y lo deja fuerte, consolidado, porque de cabo lo ascendió, en acto macabro y doloroso, a comisario general de la policía, y si a la mediocre y manipulable y matarife del cabarute la deja de vice, sabiendo, como sabía, que ella no era ella, que Daniel, el Brujo umbandista, la dominaba, le susurraba los discursos porque era él el que los había escrito, porque era él el que habría de ponerle las listas, el que habría de decirle hay que matar a éste, Chabela, y a éste y a todos los infiltrados marxistas de la juventud y a los combatientes de la guerrilla, hay que dar palo porque el quebracho es duro, y si esto, al Viejo general, le deteriora el prestigio, le erosiona el recuerdo, la memoria de los mejores años, de los años felices, del 53% por ciento del Producto Bruto Interno para los pobres, de las nacionalizaciones, del artículo 40, del Pulqui, del Estado generoso, del Bienestar estatal, del keynesianismo desbordante, de los sindicatos, de los abogados de los sindicatos, del Estatuto del Peón, de las vacaciones pagas, de la entrega de Evita hasta el aliento postrero, mala suerte, general, usted se lo buscó, vino y no tenía salud para venir, al ajedrez se juega de afuera, en política al menos, el Mago para ser Mago de la Historia, para ser Mito y Esperanza tiene que estar lejos, manejar los hilos desde la distancia, desde arriba, manejar las contradicciones sin ser una de ellas, pero si el Mito regresa el Mito se historiza, ya no maneja las contradicciones, él, ahora, es una más y tiene que tomar partido, y la historia se lo come, mito que regresa pierde porque ya no puede ser mito, el avión negro regresó y llegó entre el estruendo de las balas y los gritos de los muertos y los torturados y aterrizó en Morón, lejos del pueblo, en medio de los asesinos, de los franceses de la OAS, de Osinde, de Favio: el que nada vio, el que nada supo aunque estaba arriba, bien arriba en ese palco colmado de hienas y de buitres y vampiros, de los pretorianos que afilaban sus cuchillos para una de las noches más negras de la Argentina, que si no fue la más negra se debió a la que vino después, a la de los militares de la Seguridad Nacional, que encontraron el terreno fértil, las víctimas fáciles, los perejiles abandonados y sofocados por el miedo, y se dieron todos los gustos, pusieron a los Martínez de Hoz, a los Walter Klein, a los Juan Alemann, a los que exigieron a fondo la limpieza para aplicar el plan que tenían, el de las privatizaciones, el del Imperio, el de la Escuela de Chicago, el de Milton Friedman y el del ingeniero Alsogaray y ni por asomo el de Keynes, y el país fue una timba y se llenó de argentinos del deme dos, y la ESMA fue un infierno que nadie, ni en su peor pesadilla, pudo prever, y ahí torturaron, empalaron, violaron mujeres, torturaron niños frente a sus padres, quemaron vivos a pobres pibes que sólo habían alfabetizado en una villa miseria o que en un pizarrón indefenso enseñaron el vocabulario a niños ignorantes que siguieron así, ignorantes, porque sus púberes maestros se fueron de la noche a la mañana, se fueron para no volver jamás, y esos vuelos y esos sacerdotes que bendecían a los asesinos, y les decían hijo mío cumples con la Patria, Dios te absolverá porque tu tarea es purificadora, el Evangelio está contigo porque está con quienes hacen justicia aunque, a veces, la justicia, que es ciega, se parezca al horror porque tiene que ser impiadosa para el triunfo del bien, para el triunfo del Señor que te mira, te juzga y te perdona por medio de mi palabra, que es la Suya, sigue con esta tarea porque es la de la Patria y la del Dios cristiano, y la mayoría de los que morían eran peronistas jóvenes, inocentes todos, porque cualquiera que muera así, como un perro, es inocente, porque nadie, hombre o mujer, miliciano o perejil de superficie o sacerdote del Tercer Mundo o sindicalista o simple vecino del barrio al que se lo chuparon porque estaba en una libreta de direcciones o porque sí nomás y para meter miedo, merece morir de ese modo, como un perro, y ni siquiera un perro lo merece.
¡Qué centuriones tan despiadados se escondían en los pliegues de la Patria!
Quién lo hubiera dicho. Aquí, en la Atenas del Plata, encontrarlo a Trujillo multiplicado hasta el espanto.
¿Dónde quedó la Patria de los cincuenta?
La que conquistó el corazón amargo de Discépolo. La que le dio alegría. La que le hizo olvidar la tristeza y los barrios pobres de los tangos y elegir los umbrales, porque en ellos estaban los novios, el portland porque por ahí caminaban felices los postergados de siempre, la abundancia, la comida y el chamamé de la buena digestión, la patria de los cincuenta quedó lejos, el peronismo se alejó del peronismo, y lo mató a Troxler a quien ni los centuriones de los basurales de José León Suárez supieron hacerlo, y lo mató a Atilio López con más de ochenta balazos, y a Silvio Frondizi y al Padre Mujica y a Rodolfo Ortega Peña, en una noche cruel, en una emboscada sórdida, tan sórdida e inesperada que Rodolfo, al caer moribundo, alcanzó a decirle a su compañera la frase del asombro, de la incredulidad, del final:
“¿Qué pasa, flaca?”
Eso, qué pasa..?
Qué pasó..?
Qué pasará..?
Porque esta historia sigue.
Y contarla es aceptar el desafío de lo cósmico. Lo inabarcable. Lo infinitamente contradictorio. Una totalidad que no deja de destotalizarse y retotalizarse.
De ganar un sentido y perderlo y engendrar –de pronto, entre alucinaciones– diez, quince, treinta sentidos.
No digo que el peronismo sea incomprensible. Sólo digo que comprenderlo “en totalidad” es una tarea gigantesca, desaforada.
Hacia ella vamos..!

EL OJO MÁGICO, de Horacio Verbitzky

Mi madre murió esta semana mientras dormía, a los 93 años, después de una vida tan larga como plena. Pocos días antes de perder la lucidez dijo que había sido muy afortunada. También repitió varias veces que le faltaban cosas por aprender. Esa fue siempre su actitud vital.
Al morir mi padre temimos que no resistiera la soledad. Pero pasaron 27 años, en los que además de continuar el soliloquio con el amado ausente se permitió algunas satisfacciones postergadas.
Fue una de las primeras ingenieras recibidas en la Argentina, lo cual no era poco para una familia con un padre maestro y una madre portera de conventillo. Calculaba la resistencia de los materiales en proyectos de estudios ajenos y siempre penaba con los plazos. Un día esperé que volviera de una entrega y la llevé hasta el combinado para que escuchara una música que le iba a gustar. Pero cuando prendí la radio la música que le había guardado ya no estaba allí. Tampoco pudimos detener el fluir de su vida hacia la muerte.
Recordé aquella ingenuidad infantil esta semana al ver en su casa el mueble de madera en el que se escuchaban discos de pasta de Duke Ellington y los conciertos de Mozart en Radio del Estado (con las deliciosas explicaciones previas sobre Papageno y Papagena y la Reina de la Noche) y las noticias en los idiomas del mundo por las bandas de onda corta. La sintonía se ajustaba según el movimiento de dos hemicírculos de luz verde que llamábamos el ojo mágico. Cuando se los hacía coincidir a los dos lados de una raya roja la audición era perfecta. Pero ahora el ojo mágico estaba apagado, y no volverá a encenderse.
Cuando fui un poco más grande se animó a mandarme hasta el estudio con el rollo de planos para hacer la primera entrega a la mañana, mientras ella seguía con el resto hasta el último minuto disponible y lo llevaba al atardecer. Esto me permitió salir del pueblo de la provincia de Buenos Aires en que vivíamos y explorar el tren, el subte y la asombrosa capital a los seis años, una aventura que cambió mi vida y que aún le agradezco.
Como el cálculo de materiales era tan aburrido como el hormigón armado resultante, se distraía con algunos hobbies manuales. Una noche de la adolescencia llegué a casa de madrugada y la encontré soldador en mano armando una radio a transistores, un aparato que hace medio siglo parecía de magia. Sobre todo cuando soldó el último circuito y de esa chapa con cables y pegotes y aún sin gabinete, surgió la voz de Gardel como buen augurio. Ese armatoste de cuerina con manija para llevarlo de paseo y un lado de tela para cubrir el parlante también está allí, a la espera de que nos animemos a pensar qué haremos con tantos objetos nunca tan inanimados.
Su especialidad culinaria eran las papas fritas quemadas de un lado y crudas del otro. Pero mientras queden testigos perdurará la memoria del arrollado de frutillas que preparaba cuando venía uno de los amigos más apreciados de la casa. Ese hombre con voz de terciopelo tenía manos, pies y cara tan grandes que no me extrañaba que los locutores de la radio lo llamaran El Mundo Rivero. Más curioso era que su mujer, la pelirroja Julieta, le dijera Leonel. Desde que le oí entonar La última curda junto a la chimenea de la casa diseñada y construida por mi madre con un crédito del Banco Hipotecario a cincuenta años, quise ser cantor de tangos. Pero nunca conseguí que mamá tocara las partituras en el tono correspondiente a mi registro de los quince años, de modo que nos divertíamos un rato persiguiendo graves y agudos hasta que cada uno volvía a su realidad.
Ahora es tarde porque sería uno de esos viejos patéticos de Grandes Valores y porque ya no está ella para verme.
Cuando llegó la cibernética se entusiasmó con dejar la regla de cálculo de logaritmos y se anotó en unos cursos de capacitación que ofrecía una firma francesa. Los tres primeros promedios irían luego a París a perfeccionarse y de regreso formarían parte de los planteles de la compañía.
Obtuvo la mejor calificación pero por su edad no la mandaron a Francia: tenía más de cincuenta años.
No se lo habían informado antes del examen. Será por eso que antes de pedir en un restaurante pregunto qué no hay de la lista.
Ella soportó la frustración sin una queja y se tomó desquite al iniciarse la era de las computadoras personales.
Estudió computación y la enseñó, en instituciones públicas y privadas, hasta hace pocos años. De tanto en tanto nos cruzamos con hijos de amigos que fueron sus alumnos y la recuerdan. También les dio clases a algunos gerontes de la familia, treinta años menores que ella, y que el día del entierro recordaban los extraordinarios diálogos extracurriculares de aquellos encuentros.
Cuando anunció que al concluir un año lectivo dejaría el colegio donde daba clases, supusimos que estaría cansada del viaje y de los plantones y nos preguntamos con inquietud qué sería de ella al dejar esa tarea que la apasionaba y la mantenía activa.
Pero nos explicó que estaba disgustada porque habían reducido el espacio físico y el número de computadoras para la misma cantidad de alumnos. También abandonó al médico que le dijo que no podía seguir viviendo sola. Para ésas y otras ocasiones en las que no quería explicar lo que le parecía obvio, decía: “Así no es la cosa”. Pero al empezar las clases del año siguiente ya se había conseguido otro colegio, no tan prestigioso pero mucho menos mezquino, en el que enseñó hasta el filo de sus 90 años. Y defendió su independencia mientras pudo. Cuando una caída le quebró una muñeca aceptó que una mujer la ayudara tres veces por semana. Pero en cuanto le sacaron el yeso decidió que era suficiente con un par de horas semanales.
Hasta pocos días antes del final exigió que la dejáramos por lo menos cuatro horas al día a solas, repartidas en dos turnos. Incluso llegó a pensar que podrían estirarse sus períodos de libertad, a tres horas por la mañana y tres por la tarde, hasta que fue evidente el peligro de que intentara valerse por sí misma. Entonces confesó: “Ya no puedo hacerme más la guapa”.
Siguió tocando en su compacto piano vertical los tangos de la guardia vieja que fueron nuestras canciones de cuna en el Buenos Aires del ’40. Le alegraba cuando Lilia Ferreyra iba a descifrar las partituras de Bach en su piano, que nunca había molido más que tangos. Se le fueron olvidando los títulos pero no la melodía ni dónde poner los dedos en el teclado. Tuvo más suerte con la música que su padre, de quien contaba la reprobación que padecía cada vez que empuñaba el violín. Hasta que no desistía, su perro salchicha aullaba indignado debajo de la cama.
Los amigos que necesitaban algún dato sabían que a cualquier hora que llamaran la encontrarían dispuesta a compartir sus conocimientos sobre las materias más variadas. El año pasado, Liliana Herrero estrenó un tango bellísimo y muy poco conocido de Piana y Manzi, Noches provincianas. Lo tocaba de oído y tenía dudas sobre algunos pasajes, si un final subía o bajaba. Mi madre le escaneó la partitura, del original que atesoraba, con la firma de Sebastián Piana, que también vivió más de 90 años y con quien se veían de tanto en tanto. La cinta grabada en la que Liliana le contaba esa historia al público la hizo sonreír de satisfacción.
Amaba a Adrián Iaies y le encantaba que la lleváramos a escuchar sus presentaciones. Lo saludaba al terminar y después le escribía por e-mail, instrumento que tocaba mejor que él. El 24 de octubre fue su último cumpleaños. Adrián se cansó de llamarla y cada vez le decían que estaba durmiendo. Una de las tres mujeres que se turnaban para cuidarla me contó que decidió no atenderlo. Me imagino que no quiso que él percibiera que su cerebro privilegiado había empezado a fallar, que algunas palabras tardaban en venir, que otras llegaban cambiadas. Adrián la hacía sentir admirada y prefirió que conservara esa imagen.
Las fotos de los últimos meses muestran que pese a ello no perdió la alegría y el goce: sonríe con picardía infantil cuando un médico apuesto busca sus reflejos con el martillito, saborea una copa de vino, lee algo con atención. Resistió al deterioro con una libretita en la que anotaba todo lo que no toleraba olvidar. Mientras velaba su penúltimo sueño leí algunas de esas páginas. Había anotado las instrucciones para encender la computadora. Para identificar el monitor escribió: “El televisor cuadrado”. Ella, que pasó sus últimos años on line. Cuando sus amistades del chat querían conocerla y le preguntaban la edad, no le creían la respuesta; pensaban que era un ardid de coquetería. “Vamos Janita, decí la verdad”, le insistían.
Murió de madrugada en su cama, cuidada por manos amorosas y con la proximidad durante muchas horas por día de sus hijos y de su nieto, a salvo de los entubamientos, canalizaciones y demás iniquidades hospitalarias. Se fue apagando de a poco hasta que su impecable corazón se detuvo. Con esa naturalidad deberíamos morir todos. Así era la muerte antes de que nuestra civilización la ocultara detrás de aparatos, drogas e instituciones. Es duro pero confortante, para el que se va y para los que nos quedamos un tiempo más.
La velamos apenas los íntimos en torno de su lecho de muerte y preferimos un sepelio sólo familiar, sin ninguna ceremonia religiosa porque no somos creyentes. Esto no quiere decir que nos resulte indiferente el afecto y la solidaridad que nos llega de muchos amigos. Por el contrario, nos ayuda a pasar la tristeza ineludible, a sobreponernos al sonido obsesionante de la primera palada de tierra sobre el cajón.
La sepultamos bajo el rayo del sol en una tarde de cuarenta grados en la misma tumba en la que mi padre la esperaba desde 1979. Una de las últimas frases que pronunció con claridad antes de caer en el sueño definitivo fue: “Ya voy”.
En la tradición cultural judía, que no reverencia a los muertos sino a la vida, después de la muerte se sirve una comida con alimentos de forma circular, que simbolizan el recomenzar del ciclo de las generaciones, y se hace un brindis por la vida, que en hebreo se dice le jaim.
Están invitados a acompañarnos, en sus respectivas mesas.
Le jaim por ella y le jaim por los que llegan para tomar el relevo.

EL GORDO TRISTE, de Horacio Ferrer - Música de Astor Piazzola

Por su pinta poeta de gorrión con gomina,
por su voz que es un gato sobre ocultos platillos,
los enigmas del vino le acarician los ojos
y un dolor le perfuma la solapa y los astros.

Grita el águila taura que se posa en sus dedos
convocando a los hijos en la cresta del sueño:
¡a llorar como el viento, con las lágrimas altas!,
¡a cantar como el pueblo, por milonga y por llanto!

Del brazo de un arcángel y un malandra
se van con sus anteojos de dos charcos,
a ver por quién se afligen las glicinas,
Pichuco de los puentes en silencio.

Por gracia de morir todas las noches
jamás le viene justa muerte alguna,
jamás le quedan flojas las estrellas,
Pichuco de la misa en los mercados.

¿De qué Shakespeare lunfardo se ha escapado este hombre
que un fósforo ha visto la tormenta crecida,
que camina derecho por atriles torcidos,
que organiza glorietas para perros sin luna?

No habrá nunca un porteño tan baqueano del alba,
con sus árboles tristes que se caen de parado.
¿Quién repite esta raza, esta raza de uno,
pero, quién la repite con trabajos y todo?

Por una aristocracia arrabalera,
tan sólo ha sido flaco con él mismo.
También el tiempo es gordo, y no parece,
Pichuco de las manos como patios.

Y ahora que las aguas van más calmas
y adentro de su fueye cantan pibes,
recuerde y sueñe y viva, gordo lindo,
amado por nosotros. Por nosotros.

LA CASA DE MI PADRE, del libro de Gabriel Aresti Pueblo y piedra - Harei eta herri

Defenderé la casa de mi padre contra los lobos,
contra la sequía, contra la usura, contra la justicia.
Defenderé la casa de mi padre,
perderé los ganados, los huertos, los pinares.
Perderé los intereses, las rentas, los dividendos.

Defenderé la casa de mi padre, me quitarán las armas,
y con las manos defenderé la casa de mi padre.
Me cortarán las manos
y con los brazos defenderé la casa de mi padre.
Me dejarán sin brazos, sin hombros y sin pechos
y con el alma defenderé la casa de mi padre.


Me moriré, se perderá mi alma, se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre seguirá en pie.


(NERE AITAREN ETXEA DEFENDIKU DUT
OLSOEN KONTRA LUKUVURIAREN KONTRA
JUSTIZIAREN KONTRA
DEFENDÍTU EGINEN DUT

NERE AITAREN ETXEA GALDUKO DITUT
AZIENDAK DOLESK PINADIAN;
GALDUKE DITUT KORRITUAK-,

EIRENTAK, INTEREZAK,
BAINA NERE AITAREN ETXEA DEFENDIKU DUT

HARMAK KENDUKO DIZKIDATE
ETA ESKUAREKIN DEFENDITUKO DUT NERE AITAREN ETXEA;
ESKUAK EBALEIKO DIZKIDATE
ETA BESCAREKIN DEFENDITUKO DUT NERE AITAREN ETXEA;

BESIRIK GABE BULARRIK GABE
EITZIKONANTE, ETA ARIMAREKIN DEFENDITUKO DUT

NERE AITAREN ETXEA, NI LULEN MAÍZ,
NERE ARIMA GALDUKO DA, BAINA NERE AITAREN ETXEAK
IRAUNEN DU ZUTIK)

SIEMPRE LAS MISMAS RATAS, de Arturo Pérez Reverte - 20.6.11

En este planeta azul, o del color que tenga ahora, hay gente aficionada a la ornitología, la ictiología y a cosas así. Fulanos que siguen paso a paso la vida social de las mofetas, las costumbres predatorias de la trucha de vivero o el apareamiento de la hiena del Kalahari. Como le dijo el torero al filósofo, hay gente para todo.
Yo mismo, sin ir más lejos, también soy aficionado a la zoología. Me gusta observar, y sobre todo confirmar, el comportamiento de las ratas.
Consideren si esta afición viene de antiguo, pues ya en 2004, en esta misma página, publiqué un artículo titulado Las ratas cambian de barco.
Que lo mismo les interesa. Y les suena:

«En los últimos ocho años, cada vez que abríamos un diario o encendíamos la radio estaban allí, ellos y ellas, empleados en minuciosas tareas de palmeo fino y succión, peones de brega dispuestos a dar unos oportunos capotazos para ayudar al señorito. Lean algunas columnas de periódico, oigan ciertas tertulias radiofónicas y decidan ustedes. Lo chusco es que uno, que fue puta antes que monja, ya conocía a varios de la etapa anterior. Tenía las fotos de esos mismos jetas peloteando con idéntico entusiasmo a los anteriores amos del cotarro. Incombustibles, inasequibles al desaliento y sin cortarse un pelo, en plan muy bueno lo tuyo, ministro, o hay que ver, presidente, está feo que te lo diga, pero eres un hombre providencial. Y encima, guapo. Siempre dije que tú esto y que tú lo otro. A unos cuantos de esos lameculos tuve ocasión de tratarlos un poco durante mi época de reportero, cuando a veces me tocaba la cobertura informativa de un viaje oficial a alguna zona africana o latinoamericana de mi competencia, primero con la Ucedé y luego con el Pesoe.
Pasmaba el compadreo, oigan. Las mamadas.
Luego ganó el Pepé -es un decir, porque en esta puta España nunca gana la oposición; pierden los gobiernos-, y todos los sicarios que llevaban acumulados cuatro trienios ganándose el jornal como finos analistas orgánicos decidieron que, con la coartada moral de contribuir al pluralismo democrático del nuevo tinglado, no había problema en integrarse en las tertulias de radio y en los medios informativos copados por los vencedores. Cobrando, claro. Todo lo contrario: allí podrían aportar su granito de arena, su experiencia y su hombría de bien. Y oigan.
Tanta dedicación echaron a lo de templar, que ponías la radio o la tele y siempre salían los mismos, con sus lugares comunes, su demagogia inculta y todoterreno, su osadía a la hora de enjuiciar cualquier tema situado en el cielo o la tierra.
Y sobre todo, su descarada adulación al poder que les llenaba el pesebre.
La verdad -las cosas como son- es que en momentos como lo del Prestige y la guerra de Iraq todos esos mierdas se ganaron el jornal, adaptándose con pasmosa flexibilidad a cada coyuntura: virtuosos de la contradicción propia sin consecuencias, especialistas en afirmar lo contrario de lo que afirmaban semanas atrás, maestros en echar cortinas de humo con la coletilla: yo siempre sostuve que.
Y ojo: no hablo de quienes, por convicción ideológica o por los garbanzos, justifican su salario de honrados mercenarios trabajando para quien les da de comer.
Eso lo hace hasta el que aprieta tornillos en la Renault.
No. Hablo de los otros.
De ciertos impúdicos polivalentes, útiles lo mismo para un cocido que para un estofado.
De los trincones golfos que, entre lametones y lametones, viajes en aviones presidenciales y comidas en La Ancha -donde nunca pagan ellos la cuenta- ensañándose con el débil y adulando al poderoso, tienen los santos huevos de manipular y mentir como ratas, mientras se proclaman sin ningún rubor ecuánimes, equilibrados, vírgenes y honorables.
Y claro.
Ahí los tienen de nuevo, cogidos a contrapelo e intentando recobrar el paso perdido. Yo no quería, me obligaron, sólo pasaba por allí. Como para echar la pota, oigan. El espectáculo. Pese a lo mucho que llevamos visto en este desgraciado país, todavía asombra el cinismo, la demagogia, el oportunismo con el que esa gentuza se cambia de bando -mi apuesta clara siempre fue Zapatero, la arrogancia del Pepé no podía terminar bien, etcétera- y se dispone a trincar, a costa de sus perspicaces análisis, también durante los próximos cuatro años.
¿Y saben qué les digo?
Que ahí estarán: en las mismas tertulias, en las mismas radios, en las mismas teles y en las mismas columnas de los diarios. Diciendo sin despeinarse lo contrario de lo que decían hace un mes, como si los lectores y los oyentes y los teleespectadores fuésemos gilipollas. Que lo somos. A fin de cuentas, mande quien mande, quienes detentan el poder siempre necesitan a los mismos».
Lo mismo les suena la historia, como digo.
Así que para qué voy a escribirla otra vez. Si ya lo hice hace siete años...

jueves, junio 09, 2011

EL ICEBERG DEL TITANIC, de Arturo Pérez Reverte - 6.6.11

Ayer entré en un bar y no pude tomarme un vermut porque la máquina registradora no funcionaba. Era un chisme con pantalla táctil y casillas determinadas para cada consumición, y se había estropeado.
Le dije al camarero que me dijese cuánto debía, y punto.
Como toda la vida.
Pero respondió que imposible. Tenía que marcarlo antes.
Sus jefes no le dejaban hacer otra cosa; y hasta que la máquina funcionase, no podía servir nada.
Así que me fui al bar de enfrente, regentado por una china simpática: un sitio como Dios manda, con moscas, albañiles y borracho de plantilla.
La dueña hablaba español con acento entre chino y de Lavapiés.
Tomé mi vermut, pagué y dejé propina.
Cuando salí a la calle me acordaba del Titanic, que era insumergible, y de los mil y pico gilipollas que se ahogaron en él con cara de asombro, como diciendo: esto no puede pasarme a mí. Cielos. No estaba previsto.
Mientras me alejaba, pensé más cosas.
En cómo nos gusta apretar un botón y tener la vida resuelta.
En los peligrosos atajos suicidas por donde nos deslizamos sin vuelta atrás, por la cuerda floja.
En cómo hacemos el mundo cada vez más vulnerable, sujeto al chispazo más tonto, al fallo inevitable, al iceberg puesto por el Destino en el rumbo del frágil barco en el que navegamos a toda máquina, a ciegas en la noche.
En los millones de cuentas bancarias y tarjetas de crédito, por ejemplo, que unos piratas informáticos destriparon hace unos días, al meterse en unas plataformas de juegos electrónicos.
O en el amigo contándome hace poco que, durante un viaje a Nueva York, perdió su teléfono móvil y con él toda su agenda; y cuando le pregunté por qué no tenía una libreta de teléfonos anotados, como yo, me dijo: «Hala, antiguo», como si yo fuera el abuelo Cebolleta.
Recordé también cuando fui a echar una carta a Correos y se había ido la luz, y el de la ventanilla me dijo que verdes las iban a segar, porque la máquina de franquear era eléctrica.
Y cuando pedí un sello de siempre, de aquellos con el careto del rey, se tronchó de risa y dijo que de eso no tenían ya. Que probara suerte en un estanco.
También recordé cuando en un restaurante no funcionó el chisme de las tarjetas y el camarero dijo que esperase a que volviera la línea, y yo respondí que me hicieran una copia manual de la tarjeta o me iba a esperar a la calle, y entonces me hicieron la copia.
Aunque la culpa fue mía; porque también, como todos, llevo la cartera llena de plástico con claves, chips y cosas así, y me la rifo aceptando las reglas de esta ruleta rusa en la que, en nombre del confort y el mínimo esfuerzo, nos zambullimos todos de cabeza. Entre otras cosas -lo diré a modo de descargo-, porque a quien no acepta lo dejan fuera.
Hace tiempo, por ejemplo, que es imposible sacar un billete de avión normal en una oficina de Iberia de Madrid, y cualquier día las agencias dejan de emitirlos. Entonces sólo podrán sacarse por Internet; y el que no sepa manejarse allí, o no le apetezca, o sea un carcamal opuesto a teclas y pantallas de ordenador, que se fastidie.
Que trague, o que no viaje.
Y así, unos sinvergüenzas ahorran personal y sueldos, y otros idiotas nos vamos al diablo.
Resolver cualquier problema nos cuesta horas de teléfono frente a voces enlatadas, marcando tal para esto o cual para lo otro.
Todo cristo se ha puesto contestador automático en el móvil, en vez de la antigua señal de comunicando sale un buzón de voz, y ahora llamamos cinco veces a quien antes llamábamos una.
Coches que antes se reparaban con una llave inglesa quedan bloqueados y ni gira el volante al menor fallo electrónico.
O nos vemos sin teléfono, sin ordenador portátil, sin tableta electrónica o sin lo que sea, porque se escachifolla el cargador y la tienda de repuestos no abre hasta mañana.
O no hay tienda.
Yo mismo, el idiota al que mejor conozco, dependo cada día de que haya electricidad para que funcionen el teclado y la pantalla con que me gano la vida.
De nada me sirve haber tenido la precaución de conservar dos viejas Olivetti, por si acaso, si ya no venden en ningún sitio las cintas de máquina de escribir que las alimentan.
Hay un consuelo: así lo hemos querido. Nadie nos obligaba.
Pero hasta los más renuentes hemos aceptado las reglas de este disparate. De esta espiral imbécil.
Nunca fuimos tan vulnerables como hoy. Hemos olvidado, porque nos conviene, que cada invento confortable tiene su accidente específico, cada Titanic su iceberg y cada playa paradisíaca su ola asesina.
Por eso nos van a dar, pero bien. A todos. Ya nos están dando.
Y déjenme que les diga algo: a veces, incluso cuando palmo yo, me alegro.
O casi.
Hay siglos en que simpatizo con el profesor Moriarty.

domingo, junio 05, 2011

LOS DOS COCHES DE LA MINISTRA, de Arturo Pérez Reverte - 30.5.11

Pues eso.
Que son las once y media de la mañana y voy dando un paseo por el centro de Madrid. Acabo de calzarme un vermut con pincho de tortilla en la barra del Schotis, en la Cava Baja, justo enfrente de la Taberna del Capitán Alatriste, y ahora camino despacio, mirando librerías y escaparates, aprovechando que hoy me tocaba bajar a Madrid porque tengo Academia, y no me pego las habituales ocho horas de madrugar y darle a la tecla que me calzo cada día. Porque, según para qué cosas, no hay más irritante esclavitud laboral que ser tu propio jefe. Contigo mismo resulta imposible escaquearse.
O casi.
El caso es que voy dando una vuelta tranquila por el viejo Madrid, que en mañanas soleadas como ésta suele estar para comérselo, mientras pienso que hay capitales europeas más limpias -cualquiera de ellas, me temo-, más elegantes, monumentales y cultas; pero muy pocas, o ninguna, tienen el hormigueo de vida natural que bulle en ésta, el carácter peculiar que imprimen los miles de bares, terrazas y restaurantes, la animación de sus calles, el mestizaje magnífico de razas y acentos diversos.
Hasta los turistas, que en otras ciudades europeas son núcleos humanos móviles que no se integran en el paisaje urbano, en Madrid se imbrican en el gentío general con toda naturalidad, formando parte de él; como si aquí se borrasen recelos y líneas divisorias y en las calles de esta ciudad se volviesen, por el hecho de pisarlas, tan madrileños como el que más.
En esta especie de legión extranjera cuya identidad se basa, precisamente, en la ausencia de identidad; o tal vez en la suma indiscriminada, bastarda y fascinante, de infinitas identidades.
Voy pensando en eso, como digo, esperando que sea la hora del segundo vermut, esta vez con patatas a lo pobre como tapa, en el bar Andaluz de la Plaza Mayor, cuando, al pasar ante una tienda donde está el dueño en la puerta -nos saludamos desde hace años-, éste señala hacia dos coches negros detenidos enfrente, en torno a los que hay siete u ocho pavos con traje oscuro y pinganillo en la oreja.
«Tiene narices -me espeta-. Llevo aquí desde las nueve de la mañana, como cada día, en esta tienda que no he cerrado todavía porque hay ocho familias que desde hace treinta años dependen de que siga abierta, y ahí los tiene usted. Las once y media, y esperando a que baje la ministra
Me paro a mirar, sorprendido.
Nunca había coincidido con esos dos coches en esta calle.
No sabía, comento, que viviese ahí una ilustre rectora de nuestras vidas y costumbres.
Pero el dueño de la tienda me informa de que sí, desde hace tiempo. Antes ya de ser ministra o de lo que sea ahora.
«Y oiga -añade con amargura-. Cada día la veo salir de su casa desde mi tienda, y raro es cuando lo hace antes de las diez o las once de la mañana. Pero lo mejor es el tinglado que se monta cada vez: los dos coches oficiales, los chóferes, los escoltas y todo el barullo. Hay que joderse, ¿no? Cualquiera diría que están esperando a Barack Obama
Buscando aliviarle la pesadumbre, respondo que es lógico.
Que un ministro arrastra su inevitable parafernalia, y que vea el lado positivo: lo ejemplar de que la pava, pese al cargo oficial, los coches y los guardaespaldas con pinganillo, siga viviendo en un barrio céntrico y castizo como éste.
Sin renunciar, añado con retranca, a sus esencias naturales.
Pero el tendero se chotea.
«¿Naturales? -responde-. ¿Se imagina usted a una ministra yendo a las rebajas del Corte Inglés?... Además, no diga que no es para encabronarse. Todos con el agua al cuello, sobreviviendo como podemos mientras se cierra una tienda tras otra, y esa señora moviliza dos coches oficiales y a seis tíos cada mañana para ir al curro, como hoy, pasadas las once y media. Eche cuentas: multiplíquelo por el número de ministros y sume los altos cargos que quiera. El circo y el derroche que cada día nos restriegan por las narices
«Igual éstos que los que vendrán luego -pronostico lúgubre, para darle ánimos-. Y con las mismas ganas de coche
Luego me despido y sigo unos metros calle abajo, hasta una librería que está muy cerca.
Y mientras compruebo cómo disminuye cada día la pila de ejemplares de Los enamoramientos de Javier Marías en la mesa de novedades, comento lo de la vecina ministra.
No sabía, le comento al librero, que ese notable ornato de la política nacional vivía por aquí.
Y el librero, al que también conozco hace años, encoge los hombros y responde:
«Eso dicen, pero no la he visto nunca. No ha puesto los pies en la librería en la puta vida».

ASÍ HABRÍA SIDO AQUÍ...!!!, de Arturo Pérez Reverte - 23.5.11

Despacho oval de la Moncloa. Reunión de urgencia.
Están presentes el presidente del Gobierno -Zapatero, Rajoy, el que le toque-, la ministra o ministro del ramo, los asesores y un par de generales habituales del telediario.
Enfrente, una pantalla de imágenes por satélite y otra de Google Earth para que los presentes sepan, al menos, por dónde van los tiros.
También hay línea directa de audio con el equipo operativo que en este momento hace rappel de un helicóptero Blackhawk Down en la casa de Osama ben Laden.
La emoción es casi tanta como en una final Madrid-Barça.
El presidente se come las uñas y la ministra o ministro van continuamente al servicio.
O al revés. Se masca la tragedia.
Suena el audio.
Hay comunicación con el CPA -Comando Paritario de Ataque- compuesto por los soldados y soldadas españoles y españolas Atahualpa Chiapas, Mamadú Bongo, Vanesa Pérez y Fátima Mansur, que van armados y armadas con fusiles HK G36E con visores holográficos, infrarrojos y otra parafernalia.
Los fusiles son consecuencia de una discusión previa sobre si es éticamente aceptable que un soldado lleve armas en una democracia ejemplar como la española.
Como no daba tiempo a consultarlo con el Tribunal Constitucional, se decidió votar.
El ministro o ministra de Defensa y sus espadones de plantilla votaron en contra. «No se vaya a escapar un tiro -apuntó un general, el encargado de llevar el botijo- y la liemos parda.»
Pese a tan prudente opinión, el resultado fue que el comando fuese armado, por cuatro votos contra tres.
Empieza la acción.
Suena el audio. «Estamos en la puerta -informa la legionaria Vanesa, jefa del comando- y solicitamos permiso para entrar
Rajoy, Zapatero o el que sea, miran a sus asesores.
La tensión puede cortarse con un cuchillo.
La señora de la limpieza -se llama Menchu y es ecuatoriana- que en ese momento barre el despacho, le guiña un ojo al presidente y levanta el dedo pulgar.
«Permiso concedido», dice el presidente con voz ronca.
El general Romerales, que es del Opus Dei, se santigua furtivo.
El titular o titulara de Defensa lo apuñala con la vista.
«Ya está el gafe dando por saco», murmura alguien por lo bajini.
Más audio.
«Estamos frente al objetivo», informa la lejía Vanesa.
«Descríbalo», ordena el presidente.
«Pijama, barba, legañas. Lo normal, porque estaba durmiendo», es la respuesta.
«¿Algún otro objetivo a la vista
Carraspea el audio y suena la voz de Vanesa:
«Hay también una mujer en camisón, y se la ve cabreada. Solicito instrucciones».
Los del gabinete de crisis cuchichean en voz baja. Al fin asienten, y el presidente se acerca al micro.
«Procedan con exquisito respeto a la ley de Igualdad y Fraternidad», ordena.
Un breve silencio al otro lado de la línea. Luego se oye a la jefa del comando:
«Me lo expliquen», solicita.
«Actúen sin menoscabo de la dignidad e integridad física de los objetivos», aclara el ministro o ministra.
«Lo veo difícil -es la respuesta- porque tras arañar al soldado Bongo, la presunta señora Laden le está mordiendo un huevo al soldado Chiapas después de quitarle el Hacheká y metérselo por el ojete. Los gritos que escuchan ustedes son del compañero Chiapas
De nuevo hacen corro los del gabinete, cuchicheando.
«Intímenla a que deponga su actitud -ordena el presidente-. Pero que la intime la soldado Fátima para que no haya violencia de género ni de génera
Respuesta:
«La intimamos, pero pasa mucho de nosotros y nosotras».
«Bueno, vale -responde el presidente tras pensarlo un poco-. Olviden a la señora Laden y céntrense en el objetivo principal. Intímenlo a él
Acto seguido, durante unos angustiosos segundos, se escucha la voz de la soldado Fátima hablando en morube, seguida por la voz de Ben Laden.
«¿Qué le han dicho?», inquiere tenso el presidente.
«Que se rinda o...», responde la legionaria Vanesa.
«¿O qué?», pregunta el presidente, y Vanesa responde:
«Eso es precisamente lo que ha contestado él: ¿O qué?».
Transcurren unos segundos de indecisión.
«Solicito -dice Vanesa- permiso para afearle al objetivo su conducta
Esta vez, el presidente no cuchichea con los asesores.
«Aféesela», decide enérgico.
«Demasiado tarde -informa la jefa del comando-. Se ha ido...»
«¿Cómo que se ha ido?...»
«Pues eso. Que ha cogido la puerta y se ha ido. Con su mujer detrás. Lo que oyen ustedes es al soldado Chiapas, que tiene un huevo menos
«Aborten, aborten», ordena el presidente.
Y por su pinganillo, antes de cortarse la comunicación, los del comando oyen protestar airado al general Romerales.
El del Opus.
Por el aborto.