NUEVO ESPACIO PARA COMPARTIR

En esta foto se ven las montañas "abriendo sus puertas" para que entre la ruta y el río juntos al pueblo, quizás el más lindo de la Argentina, colgado al pie de esa piedra impresionante que es el cerro Fitz Roy.
Ese pueblo que nos invita a pasar es El Chaltén, en la patagónica Santa Cruz.
Esta página, es como esa puerta, que permite mirar en el lugar en que subo algunas de las cosas de mi archivo personal, que me acompaña a todas partes. La mayor parte de ellas, pertenecen a otra gente; otras, las menos, son propias.
Algunas, a algunos cercanos a mi vida, a mis afectos. A una parte de ellas, algunos hábiles talentosos les han puesto música.
Otras no la precisan.
Seguiré buscando y subiendo otras cosas por allí, nuevas y no tanto, las que de a poco se irán haciendo mías también.
Espero que las disfruten tanto como las disfruto yo.
Y si quieren subir algún comentario, será bienvenido..!
(rt)




viernes, octubre 29, 2010

GOL DE SANFILIPPO, carta de Osvaldo Soriano a Eduardo Galeano

Te cuento que el otro día estuve en el supermercado «Carrefour», donde antes estaba la cancha de San Lorenzo.
Fui con José Sanfilippo, el héroe de mi infancia, que fue goleador de San Lorenzo cuatro temporadas seguidas.
Caminamos entre las góndolas, rodeados de cacerolas, quesos y ristras de chorizos.
De pronto, mientras nos acercamos a las cajas, Sanfilippo abre los brazos y me dice:
«Pensar que acá se la clavé de sobrepique a Roma, en aquel partido contra Boca».
Se cruza delante de una gorda que arrastra un carrito lleno de latas, bifes y verduras y dice:
«Fue el gol más rápido de la historia».
Concentrado, como esperando un córner, me cuenta:
«Le dije al cinco, que debutaba: no bien empiece el partido, me mandás un pelotazo al área. No te calentés que no te voy a hacer quedar mal. Yo era mayor y el chico, Capdevilla se llamaba, se asustó, pensó: a ver sino cumplo».
Y ahí nomás Sanfilippo me señala la pila de frascos de mayonesa y grita:
«¡Acá la puso!».
La gente nos mira, azorada.
«La pelota me cayó atrás de los centrales, atropellé pero se me fue un poco hasta ahí, donde está el arroz, ¿ ve ?» -me señala el estante de abajo, y de golpe corre como un conejo a pesar del traje azul y los zapatos lustrados-:
«La dejé picar y ¡ plum !».
Tira el zurdazo. Todos nos damos vuelta para mirar hacia la caja, donde estaba el arco hace treinta y tantos años, y a todos nos parece que la pelota se mete arriba, justo donde están las pilas para radio y las hojitas de afeitar.
Sanfilippo levanta los brazos para festejar. Los clientes y las cajeras se rompen las manos de tanto aplaudir. Casi me pongo a llorar.
El Nene Sanfilippo había hecho de nuevo aquel gol de 1962, nada más que para que yo pudiera verlo...!!"

lunes, octubre 25, 2010

GENTE, de Hamlet Lima Quintana

Hay gente que con solo decir una palabra enciende la ilusión y los rosales; que con solo sonreír entre los ojos, nos invita a viajar por otros mundos
y permite florecer todas las magias.


Hay gente que con solo dar la mano, rompe la soledad, pone la mesa,
sirve el puchero, coloca las guirnaldas; que con solo empuñar una guitarra
te regala una sinfonía de entrecasa.

Hay gente que con solo abrir la boca, llega hasta los límites del alma,
alimenta una flor, inventa sueños, hace cantar el vino en las tinajas.
Y se queda después como si nada.


Y uno se va de novio con la vida, desterrando una muerte solitaria,
pues sabe que a la vuelta de la esquina,
hay gente que es así, tan necesaria...

sábado, octubre 23, 2010

CUANDO ME AMÉ DE VERDAD, de Charles Chaplin

Cuando me amé de verdad, comprendí que en cualquier circunstancia, yo estaba en el lugar correcto, en la hora correcta y en el momento exacto y entonces, pude relajarme.
Hoy sé que eso tiene un nombre: ”Autoestima”
Cuando me amé de verdad, pude percibir que mi angustia y mi sufrimiento emocional, no son sino una señal de que voy contra mis propias verdades.
Hoy sé que eso es: ”Autenticidad”
Cuando me amé de verdad, dejé de desear que mi vida fuera diferente, y comencé a ver todo lo que acontece, y que contribuye a mi crecimiento.
Hoy eso se llama: ”Madurez”
Cuando me amé de verdad, comencé a percibir cómo es ofensivo tratar de forzar alguna situación, o persona, solo
para realizar aquello que deseo, aún sabiendo que no es el momento, o la persona no está preparada, inclusive yo mismo.
Hoy sé que el nombre de eso es: ”Respeto”
Cuando me amé de verdad, comencé a librarme de todo lo que no fuese saludable: personas, situaciones, y cualquier cosa que me empujara hacia abajo. De inicio mi razón llamó esa actitud egoísmo.
Hoy se llama: ”Amor Propio”
Cuando me amé de verdad, dejé de temer al tiempo libre, y desistí de hacer grandes planes, abandoné los mega-proyectos de futuro.
Hoy hago lo que encuentro correcto, lo que me gusta, cuando quiero, y a mi propio ritmo.
Hoy sé que eso es: "Simplicidad”
Cuando me amé de verdad, desistí de querer tener siempre la razón, y con eso, erré menos veces.
Hoy descubrí que eso es la: ”Humildad”
Cuando me amé de verdad, desistí de quedar reviviendo el pasado y comencé a preocuparme por el futuro. Ahora, me mantengo en el presente, que es donde la vida acontece. Hoy vivo un día a la vez.
Y eso se llama: "Plenitud”
Cuando me amé de verdad, percibí que mi mente puede atormentarme y decepcionarme. Pero cuando yo la coloco al servicio de mi corazón, ella tiene un gran y valioso aliado.
Todo eso es…”Saber Vivir”

No debemos tener miedo de confrontarnos: hasta los planetas chocan, y del caos nacen muchas estrellas..!!

Charlot

viernes, octubre 22, 2010

CHILE SIN MAQUILLAJE, de Pablo Sapag

Mal podían los medios internacionales ofrecer una explicación profunda de lo ocurrido en Chile a cuenta de sus 33 mineros.
Convertido ese país desde hace mucho en la historia de éxito de América Latina, gracias a la espiral de silencio y al discurso de su élite blanca y culturalmente europea, el guión periodístico del rescate estaba escrito.
A un final feliz garantizado, por un Gobierno que ante la mínima duda habría sido propagandísticamente menos generoso, sólo podía seguir el tópico con el que desde hace unos años se “analiza” la realidad chilena.
Para esos medios se trata de un rescate ejemplar propio de una sociedad cohesionada, democrática y en imparable ascenso al desarrollo.
Así es porque de Chile poco y nada se sabe porque nada se informa, ya sea por interés económico, ignorancia o prejuicios ideológicos.
Se vuelve a caer así en la trampa de una élite chilena avezada en sepultar la realidad. Un grupo que, además de contar con la connivencia mediática, juega con la ventaja del aislamiento natural del país, y la desorganización de una gran masa mestiza e indígena atomizada e inconsciente, en muchos casos, de su propia condición. Desde hoy, quizás también con eso que Nick Davies llama Flat Earth News, esos fenómenos periodísticos descontextualizados que, lejos de informar, confunden.
Al ver el rescate, un observador más perspicaz se daría cuenta del reparto de roles de un país que se encuentra entre los más desiguales del planeta. Eso explica por qué los mineros son mestizos, mientras que los miembros del Gobierno y los ingenieros a cargo del rescate son blancos y, en muchos casos, de apellidos centroeuropeos: Von Baer, Golborne, Kast, Sougarret, Schmidt, Ravinet, Hinzpeter, Larroulet, Fontaine, Solminhiac, Parot, Mañalich o Weber.
Ese observador perspicaz habría descubierto también que Chile es un país tan proclive al populismo, si no más, como otros de América Latina.
El multimillonario empresario derechista y hoy presidente, Sebastián Piñera, ha dado el golpe a la cátedra con un uso y abuso mediático que, en parte, puede explicar los motivos del indudable coraje político exhibido al asumir el rescate de los mineros, a lo que, por otra parte, lo obligaba la ley.
Su salida no sólo ha descubierto la fisonomía de los mineros a quienes creen que Chile es, racial y étnicamente, como Argentina y Uruguay.
También el populismo paternalista con el que se gobierna Chile desde hace 200 años, un instrumento que en ocasiones, y como demuestra la experiencia latinoamericana, puede ser, si no revolucionario, al menos proclive a los sectores más desfavorecidos.
La versión de Aló Presidente protagonizada por Piñera, casaca roja y apelaciones religiosas incluidas, sólo busca perpetuar el escasamente consensuado orden vigente.
Un modelo impuesto por la dictadura de Pinochet, y en la que el hermano del presidente tuvo mucho que ver como ministro de Minería y Trabajo.
Un modelo que, a 20 años de la salida del poder de Pinochet, se exhibe corregido y aumentado.
Pero nada ha cambiado en un sistema que permite que el 5% de la población concentre el 50% de la riqueza. Por eso las apelaciones de Piñera a una unidad nacional, que todos saben imposible ante semejante desigualdad racial, cultural y económica.
El populismo de Piñera, como antes los de Bachelet –dejó el Gobierno con un 80% de popularidad y su coalición derrotada–, Lagos y el mismísimo Pinochet, muestra la precariedad de la “ejemplar” democracia chilena, esa de la que está excluida de facto un 35% del electorado, incluido el millón de chilenos en el extranjero expulsados por el modelo económico, a quienes nadie rescata ni concede derecho a voto sin cortapisas.
El sistema electoral binominal instaurado por la dictadura, se traduce en el Parlamento en un empate permanente entre centroderecha y centroizquierda. Eso, con una constitución pinochetista todavía en vigor, que exige mayorías imposibles para cambiar un modelo que impone una jornada laboral de 45 horas semanales, y limita la sindicalización. Por eso los sindicatos apenas han tenido protagonismo en este episodio. En esas circunstancias, la impotencia de los partidos y otras instituciones es evidente, como también lo es el desinterés de la población por la política.
En Chile todo el mundo sabe que el poder recae en el presidente, más aún si este pertenece a la todopoderosa oligarquía empresarial. Piñera, cuya psicología lo hace buscar el reconocimiento a cualquier precio, ha entendido que en esas circunstancias el populismo es su mejor aliado. Coincidiendo con el derrumbe de la mina, Piñera revocó la autorización de un organismo público a la empresa francesa GDF Suez para construir una central térmica. Por razones de imagen se saltaba así la legislación ambiental de un país que presume de seguridad jurídica.
La única diferencia con otros casos latinoamericanos muy criticados por el consenso neoliberal, es que Piñera y su Gobierno son blancos y, para lo que les interesa –lo del Estado del bienestar no va con ellos–, culturalmente europeos. Poco más, porque en realidad su país es, desde la perspectiva europea del término, tan latinoamericano como los demás.
Al fin y al cabo, la tragedia de la mina San José –imposible en otras latitudes donde se cumplen los protocolos de seguridad de la OIT– se ha convertido en un nuevo ejercicio de Flat Earth News, gracias a los elementos de realismo mágico que la rodean, brutal día a día, de una mayoría de chilenos que, en otras circunstancias, jamás son noticia o icono propagandístico.


Pablo Sapag M. es profesor e investigador de la Universidad Complutense de Madrid

viernes, octubre 15, 2010

JOSÉ SARAMAGO, EN TRES FRASES

"Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre, y eso es lo que realmente somos..."

"No creo en dios y no me hace ninguna falta. Por lo menos, estoy a salvo de ser intolerante.

Los ateos somos las personas más tolerantes del mundo.
Un creyente fácilmente pasa a la intolerancia.
En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a los otros.
Por el contrario, sólo han servido para separar, para quemar, para torturar.
No creo en dios, no lo necesito, y además, soy una buena persona"

"El poder real es económico, entonces no tiene sentido hablar de democracia"

martes, octubre 12, 2010

TENGO, de Nicolás Guillén

Cuando me veo y toco, yo, Juan sin Nada no más ayer, y hoy Juan con Todo,
y hoy con todo, vuelvo los ojos, miro, me veo, y toco,
y me pregunto cómo ha podido ser.
Tengo, vamos a ver, tengo el gusto de andar por mi país,
dueño de cuanto hay en él, mirando bien de cerca lo que antes no tuve ni podía tener.
Zafra puedo decir, monte puedo decir, ciudad puedo decir, ejército decir,
ya míos para siempre, y tuyos, nuestros,
y un ancho resplandor de rayo, estrella, flor.
Tengo, vamos a ver, tengo el gusto de ir
yo, campesino, obrero, gente simple,
tengo el gusto de ir (es un ejemplo)
a un banco y hablar con el administrador,
no en inglés, no en señor,

sino decirle compañero como se dice en español.
Tengo, vamos a ver, que siendo un negro
nadie me puede detener a la puerta de un dancing o de un bar.
O bien en la carpeta de un hotel gritarme que no hay pieza,
una mínima pieza y no una pieza colosal,
una pequeña pieza donde yo pueda descansar.
Tengo, vamos a ver, que no hay guardia rural
que me agarre y me encierre en un cuartel,
ni me arranque y me arroje de mi tierra
al medio del camino real.
Tengo, que como tengo la tierra, tengo el mar,
no country, no jailáif, no tennis y no yatch,
sino de playa en playa, y ola en ola,
gigante azul abierto democrático: en fin, el mar.
Tengo, vamos a ver, que ya aprendí a leer,
a contar, tengo que ya aprendí a escribir
y a pensar, y a reír.
Tengo que ya tengo donde trabajar y ganar
lo que me tengo que comer.
Tengo, vamos a ver, tengo lo que tenía que tener.

ÓLEO DE MUJER CON SOMBRERO, de Silvio Rodríguez

Una mujer se ha perdido conocer el delirio y el polvo, se ha perdido esta bella locura,
su breve cintura debajo de mí.
Se ha perdido mi forma de amar, se ha perdido mi huella en su mar.
Veo una luz que vacila y promete dejarnos a oscuras.
Veo un perro ladrando a la luna, con otra figura que recuerda a mí.
Veo más: veo que no me halló. Veo más: veo que se perdió.
La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes.
los amores cobardes no llegan a amores,
ni a historias, se quedan allí.

Ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar.
Una mujer innombrable huye como una gaviota, y yo rápido seco mis botas,
blasfemo una nota y apago el reloj.
Que me tenga cuidado el amor, que le puedo cantar su canción.
Una mujer con sombrero, como un cuadro del viejo Chagall,
corrompiéndose al centro del miedo, y yo, que no soy bueno, me puse a llorar.
Pero entonces lloraba por mí, y ahora lloro por verla morir.

YO PISARÉ LAS CALLES NUEVAMENTE, de Pablo Milanés

Yo pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Santiago ensangrentada, y en una hermosa plaza liberada me detendré a llorar por los ausentes.
Yo vendré del desierto calcinante y saldré de los bosques y los lagos,
y evocaré en un cerro de Santiago, a mis hermanos que murieron antes.

Yo unido al que hizo mucho y poco, al que quiere la patria liberada,
dispararé de las primeras balas, más temprano que tarde sin reposo.
Retornarán los libros, las canciones, que quemaron las manos asesinas.
Renacerá mi pueblo de su ruina y pagarán su culpa los traidores.
Un niño jugará en una alameda y cantará con sus amigos nuevos,
y ese canto será el canto del suelo a una vida segada en La Moneda.

AÑOS, de Pablo Milanés

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, el amor no lo reflejo, como ayer.
En cada conversación, cada beso, cada abrazo,
se impone siempre un pedazo de razón.
Pasan los años, y como cambia, lo que yo siento,
lo que ayer era amor, se va volviendo otro sentimiento.
Porque años atrás, tomar tu mano, robarte un beso,
sin forzar un momento, formaban parte de una verdad.
El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos,
el amor no lo reflejo, como ayer.
En cada conversación, cada beso, cada abrazo,
se impone siempre un pedazo de temor.
Vamos viviendo, viendo las horas que van muriendo,
las viejas discusiones, se van perdiendo entre las razones.
A todo dices que sí, a nada digo que no, para poder construir,
esta tremenda armonía que pone viejos, los corazones.

EL BREVE ESPACIO EN QUE NO ESTÁS, de Pablo Milanés

Todavía quedan restos de humedad, sus olores llenan ya mi soledad,
en la cama su silueta se dibuja, cual promesa,
de llenar el breve espacio en que no está...
Todavía yo no sé si volverá, nadie sabe, al día siguiente, lo que hará,
rompe todos mis esquemas, no confiesa ni una pena,
no me pide nada a cambio de lo que da.
Suele ser violenta y tierna, no habla de uniones eternas,
mas se entrega cual si hubiera sólo un día para amar.
No comparte una reunión, mas le gusta la canción que comprometa su pensar.
Todavía no pregunté: ¿te quedarás? Temo mucho a la respuesta de un: Jamás..!
La prefiero compartida, antes que vaciar mi vida,
no es perfecta, más se acerca a lo que yo simplemente soñé...

jueves, octubre 07, 2010

MUCHACHA (Ojos de papel) , de Luis Alberto Spinetta

Muchacha ojos de papel, ¿adónde vas?

quédate hasta el alba.
Muchacha pequeños pies, no corras más,
quédate hasta el alba.
Sueña un sueño despacito entre mis manos,
hasta que por la ventana suba el sol.
Muchacha piel de rayón, no corras más:
tu tiempo es hoy.
Y no hables más, muchacha corazón de tiza,
cuando todo duerma te robaré un color.
Muchacha voz de gorrión, ¿adonde vas?
quédate hasta el día.
Muchacha pechos de miel, no corras más,
quédate hasta el día.
Duerme un poco y yo entretanto construiré
un castillo con tu vientre hasta que el sol,
muchacha, te haga reír hasta llorar, hasta llorar.
Y no hables más, muchacha corazón de tiza,
cuando todo duerma te robaré un color.

lunes, octubre 04, 2010

PROBLEMAS DEL SUBDESARROLLO, de Nicolás Guillén

Monsieur Dupont te llama inculto,
porque ignoras cuál era el nieto preferido de Victor Hugo.
Herr Müller se ha puesto a gritar, porque no sabes el día
(exacto) en que murió Bismark.
Tu amigo Mr. Smith, inglés o yanqui, yo no lo sé,
se subleva cuando escribes shell.
(Parece que ahorras una ele, y que además pronuncias chel.)
Bueno ¿y qué?
Cuando te toque a ti, mándales decir cacarajícara
y que donde está el Aconcagua, y que quién era Sucre,
y que en qué lugar de este planeta murió Martí.

Un favor: que te hablen siempre en español.

SECADORES DE AIRE Y OTRAS SEVICIAS - de Arturo Pérez Reverte - 04/10/2010

No sé quién es el maquiavélico hijo de puta que diseña los servicios públicos de bares, cafeterías y restaurantes. No puede ser casualidad. Rara es la vez que no salgo blasfemando en arameo. Antes, uno abría el grifo del agua, se lavaba las manos con una pastilla de jabón y las secaba con una toalla más o menos mugrienta, puesta en un toallero o en uno de aquellos chismes donde corría por tramos, o en un servidor de toallas de papel de ésos que hacen clic-clac y sale una. Estaba chupado.
Ya no es así. En algunas tabernas con serrín en el suelo y borracho en la barra, todavía.En locales modernos, ni de coña. Si llegas a un restaurante y sale una pava sofisticada que te tutea, precediéndote hasta una mesa donde, gentileza de la casa, ponen una espuma de erizo deconstruida al jarabe de grosella con virutas de morcilla ibérica, sabes que cuando vayas a lavarte las manos puedes darte por jodido. Siempre que voy al servicio de un restaurante supermegapijo me detengo cauto en el umbral, mirándolo todo como cuando iba a cruzar con Márquez u otros colegas una calle bajo fuego de los malos. A ver dónde están las trampas, me digo. Dónde se esconde el profesor Moriarty: el Napoleón del mal de la fontanería moderna. Diseño incómodo aliado con mínimo esfuerzo y poco desembolso por parte del propietario. Así que, suspicaz, antes de avanzar estudio el lavabo, el toallero, el dispensador de jabón, los pulsadores, y sobre todo las células fotoeléctricas, fotosensibles o como carajo se llamen. Dónde acechan esas malas zorras, considero. Hay días en que me veo como aquel espía de la película Bajo diez banderas, dispuesto a sortear los haces de rayos invisibles que protegían la caja fuerte donde la Kriegsmarine guardaba los secretos del corsario Atlantis.
La luz es lo primero: ese dispositivo que en teoría se enciende cuando entras y se apaga cuando sales, automáticamente, y que en realidad lo hace cuando le sale de los cojones. Entras a oscuras buscando el interruptor de la luz, pero no lo hay. Te paras, sales a explorar, preguntas al camarero, entras de nuevo y pasas un rato moviendo el cuerpo como un idiota hasta que se enciende, o no. Eso, cuando no se apaga a media faena dejándote sin saber a dónde dirigir el chorro. Que levante la mano el lector varón que no ha tenido que abrirse la bragueta a oscuras, apuntando al buen tuntún en la noche procelosa de un restaurante pijo, o miccionar con un mechero Bic quemándole el pulgar de la otra mano. Porca miseria.
Lo del agua es otra. Ahora los grifos son automáticos. O sea, que llegas, pones las manos debajo, y teóricamente sale agua. En realidad, cuatro de cada cinco veces no sale una puñetera mierda. Te quedas esperando en seco, a veces con un poco de jabón líquido que tuviste la imprevisión de ponerte antes, moviendo las manos en vaivén, mientras te miras la cara de gilipollas en el espejo, hasta que descubres que si colocas la muñeca izquierda exactamente a 48 grados de latitud norte del puto grifo, sale un chorro. Con el emocionante plus de que, si el lavabo es de diseño moderno, ese chorro de agua rebotará en el borde y se proyectará fuera alegremente, salpicándote de cintura para abajo.
Lo mismo pasa con los secadores de manos con aire caliente. Lo de menos no es que el aire no salga caliente jamás -aunque algún modelo inesperado puede abrasarte el pellejo en tres segundos-, sino que éste funcione, o no. Por lo general es que no. Como en el grifo, pones las manos mojadas debajo, las mueves de un lado a otro, y verdes las han segado. Otra posibilidad es que haga puuuf cuatro segundos y se apague, y no vuelva a hacer puuuf hasta medio minuto más tarde, tras varios movimientos de manos y atroces juramentos por tu parte. Además, como ya nunca hay toallas para secarte si te refrescas la cara, una bonita variante es cuando te contorsionas con crujido de vértebras para situar el careto bajo el chorro. Ahí pueden darse dos casos: el del chorro abrasador que despelleja, o el intermitente flojito que sale frío. Con lo que sueles volver a tu mesa con las manos y la cara mojadas, y una llamativa mancha de humedad en la salpicada bragueta. La última vez vestía yo chaqueta, corbata y camisa de puños con gemelos; y al presionar con la palma de la mano el dispensador de jabón, éste me proyectó un chorro de gel verde, no sobre la palma, sino sobre el puño blanco de la camisa. Cuando zanjé aquello tenía el puño chorreando; y por supuesto, el secador de aire dijo si te he visto no me acuerdo. Y así volví a mi mesa: secándome las manos con disimulo en el mantel, un puño de camisa mojado y otro no, goteándome la cara y con la bragueta salpicada de agua. Como esos abueletes que no se la sacuden bien al acabar, o tienen el muelle flojo.

sábado, octubre 02, 2010

INTRUSOS EN EL COMEDOR, de Arturo Pérez Reverte - 07/2/2010

Unos los querían para mano de obra barata: jornaleros de miseria, chachas dóciles y carne de puticlub. Otros, para adornarse con la media verónica de que las fronteras son fascistas, aquí cabemos todos y maricón el último. El resto miramos a otro lado porque eso no iba con nosotros. A mí, pensábamos, la impotencia me la trae floja. Y adobando el asunto, la llamada opinión pública -esa puta perversa, tornadiza e hipócrita- extendió su salsa de irresponsabilidad y demagogia. Así, es natural que ni Pepé ni Pesoe, ni gobiernos, ni ministros, ni presidentes autonómicos, ni alcaldes y alcaldas de esta variopinta nación de naciones discutibles y discutidas del payaso Fofó, hicieran otra cosa que currarse lo inmediato. Ninguno de nuestros políticos renunció a esos viajes que se montan a costa de nuestra imbecilidad y dinero con el pretexto de estudiar el funcionamiento del metro de Estambul, las posibilidades eólicas de la Gran Muralla, el impacto del mosquito anófeles en el turismo de Cancún o el imprescindible hermanamiento de Tomillar del Rebollo con San Petersburgo. Nadie, en vez de hacer turismo por la patilla, se asomó a Francia, por ejemplo, donde el problema de la inmigración descontrolada y marginal hace tiempo que rechina en toda su crudeza. A aprender de los errores ajenos, y no meter la gamba en los mismos barrizales. Las prioridades eran otras: ganar dinero o votos fáciles, emparedar el problema futuro entre la desvergüenza de los explotadores y el buenismo estúpido de los cantamañanas, con esos supuestos papeles para todos que, además, eran mentira. Lo que viniese luego importaba un carajo. Por eso, leyes y normas no respondieron nunca a una política previsora de integración real y educación, planificada con realismo e inteligencia. Nadie aclaró, tampoco, qué idea de España iba a brindarse a quienes se acogían a ella. Qué espacio común podrían hacer suyo, a qué costumbres adaptarse, qué cauces serían adecuados para fundirse con el entorno sin renunciar al carácter y cultura propios. Qué derechos, y también qué obligaciones. Ofreciéndoles una tierra culta, abierta, común y generosa que el inmigrante, o sus hijos, no tardaran en sentir como propia. Una nueva patria: abierta, varia y coherente al mismo tiempo, que pudiesen, con poco o relativo esfuerzo, hacer suya.
Pero todo eso habría requerido inteligencia política, cálculos a largo plazo hechos por gobernantes previsores, no por gentuza oportunista que promulga leyes coyunturales, contradictorias, y sólo actúa pendiente del titular de telediario y de las próximas elecciones, en un país de borregos donde todo problema aplazado es un problema resuelto. Salía más barato dejar que las cosas se asentaran de forma natural. En vez de procurar explicar la necesaria historia del Cid Campeador a un niño magrebí, lo que se hizo fue eliminar al Cid de los libros escolares. Nada por aquí, y nada por allá. Vacío total. Papilla informe, sin sustancia, válida para todos y que no nutre a nadie. Y así, el resto. Cualquier intervención o planificación seria habría sido un acto totalitario y fascista. Laissez faire, laissez passer. Y vaya si pasaron. De cualquier manera. Hacinándose en guetos infames, desorientados mientras los explotábamos en español, en catalán, en gallego, en vascuence, en mallorquín, en valenciano, en bable, en farfullo de Villaconejos de la Torda. Sometidos por fuera a todas las gilipolleces en que tan diestros somos, y formando por dentro sus propias estructuras independientes. Con los daños colaterales lógicos: marginación involuntaria o deliberada, descontrol, delincuencia. Transformando barrios y pueblos enteros, unas veces para bien y otras para mal. Porque no hay gueto bueno, y ciertas convivencias desequilibradas son imposibles. Saturando sistemas poco previsores que no dan más de sí. Creando, también ellos, sus núcleos marginales específicos, sus rencores internos y ajenos. Sus propios problemas.
Ahora mugen vacas flacas y el negocio se va al carajo. De pronto, molestan. Pero ni siquiera así sacamos consecuencias útiles de las señales registradas en otros países que afrontan situaciones parecidas. Y al final pagarán los de siempre. Los tres, o treinta, o trescientos infelices apaleados en tal o cual sitio por una turba de bestias analfabetas en busca de alguien a quien linchar después de haberlo explotado hasta el tuétano. A cambio, algún día, cuando la desesperación propia y el racismo inevitable empujen a esos desgraciados al extremo, allí donde se sientan fuertes y puedan no sólo sobrevivir, sino defenderse e incluso agredir, arderán barrios enteros. No les quepa duda. Nos ajustarán las cuentas con su cólera desesperada, históricamente justa. Espero estar aquí para verlo, apoyado en la ventana de la biblioteca con la última botella de vino en la mano: respetables matronas en deshabillé corriendo por las calles mientras los bárbaros, como era inevitable, saquean Roma. Que nos den, entonces. Que nos vayan dando.

CUATRO MINUTOS, de Arturo Pérez Reverte - 08/3/2010

Me llegan, por amigo interpuesto, los comentarios de uno de los infantes de marina que estaban en el Índico durante el secuestro del Alakrana -del que, por cierto, nadie explicó de modo satisfactorio qué bandera llevaba izada, o no, cuando le dijeron buenos días-. El citado mílite es uno de los que intervinieron en la persecución de los piratas somalíes cuando éstos, después de trincar la pasta, salieron a toda leche para refugiarse en la costa. Viniendo de donde vienen, no es raro que los comentarios revelen insatisfacción por las órdenes recibidas y por el grotesco desenlace. Desde su comprensible anonimato, el infante de marina se desahoga, contando que los malevos estuvieron a tiro, pero las órdenes eran no disparar bajo ningún concepto, pues nadie estaba dispuesto a admitir muertos ni heridos en aquel sainete. Todo es conocido de sobra, y no merece volver sobre ello. Pero hay una frase que tengo por significativa, porque explica no sólo lo delAlakrana, sino muchas otras cosas: «Tuvimos de tres a cuatro minutos para detenerlos. Pedimos órdenes y hubo silencio». Con esas interesantes palabras en el aire, les invito a un bonito e instructivo ejercicio. Cierren los ojos e imaginen. Lo han visto veinte veces en el cine o la tele: las lanchas de los piratas zumbando hacia la playa, los infantes de marina teniéndolos en el punto de mira y con la posibilidad de bloquearles el paso, y el jefe del operativo pidiendo por radio instrucciones a sus superiores. «Permiso para intervenir», o algo así. Dice. Y ahora trasládense a Madrid, al gabinete de crisis o como se llame lo que montaron allí. También, en este caso, las películas nos facilitan el asunto: un mapa del Índico en una pantalla en la pared, pantallas de ordenador, la ministra de Defensa con las gafas puestas, el JEMAD ese de la barba que siempre va de azul, el resto de la plana mayor y toda la parafernalia. Con el pesquero liberado previo pago de su importe, todos más pendientes ya del telediario que de otra cosa. Y la voz que viene del Índico sonando en el altavoz: «Tenemos tres o cuatro minutos y solicitamos órdenes. Repito: solicitamos órdenes». El reloj en la pared haciendo tictac, o lo que hagan los relojes de los gabinetes de crisis, y la ministra, y el de la barba, y el resto de artistas, mirándose unos a otros, callados como putas. Y más tictac. Nadie dice «bloquéenlos», ni nadie dice «déjenlos escapar». Sería mojarse demasiado en uno u otro sentido, y las palabras las carga el diablo. Tanto el «sí» como el «no» pueden causar problemas en las tertulias radiofónicas y los titulares de los periódicos, según vayan éstos a favor o en contra del Gobierno. Así que punto en boca. Silencio administrativo, cuatro minutos, uno detrás de otro, mientras allá abajo, en el mar, los infantes de marina, el dedo en el gatillo y locos por la música, que para eso están, blasfeman en arameo, por lo bajini, mientras ven cómo se escapan los flacos con la pasta. Y al cabo, la desolada frase final: «Han llegado a la playa». Suspiro de alivio en el gabinete de crisis. Fin de la historia.
Les cuento la escena -imaginaria, aunque no tanto- por si ustedes llegan a la misma conclusión que yo. Esos cuatro minutos de silencio no son los del Alakrana. Son todo un síntoma, una marca de fábrica. Una manera de entender la vida en este pintoresco lugar llamado España porque de alguna manera hay que llamarlo. Esos cuatro minutos de silencio se dan a cada instante, en cualquiera de las diarias manifestaciones de nuestra estupidez, nuestra mala baba y nuestra impotencia. Calla siempre, los cuatro minutos precisos, el político de turno, y el policía, y el juez, y el periodista, y el vecino del quinto. Callamos todos ante lo que vemos y oímos, pendientes del tictac del reloj, esperando que el tiempo aplace, resuelva, permita olvidar el problema. Una cosa es la teoría, las declaraciones oficiales, la España virtual. Qué ligeros de lengua somos legislando para un mundo perfecto, con nuestra inquebrantable fe en el hombre -y en la mujer, que diría Bibiana-. Y qué callados nos quedamos, como la otra ministra y el de la barba, cuando la realidad se impone sobre nuestra imbecilidad endémica. Cuando el maltratador defendido por la maltratada, el corrupto reelegido para alcalde, el violador reincidente, el terrorista que apenas paga su crimen, el hijo de puta menor de edad, la tía marrana que aprovecha la ley para vengarse del marido inocente, el pirata somalí que rompe el tópico del buen negrito, nos meten el Kalashnikov por el ojete. Entonces nos quedamos callados, no sea que la vida real nos reviente la teoría obligándonos a señalar al rey desnudo. Y así, de cuatro en cuatro, pasan los minutos de nuestra cobardía.

EL CABO HEREDIA, de Arturo Pérez Reverte - 14/6/2010

Cuando viajo a Sevilla sigo alojándome en mi hotel habitual, pese a que, tras la última remodelación, perdió su empaque de toda la vida -siempre fue hotel clásico, de toreros- para verse decorado con un gusto pésimo, butacas rojo pasión y demás, que lo asemeja más a un picadero gay o a un puticlub marbellí. Pero los establecimientos son, en buena parte, lo que el personal que trabaja en ellos. Y mi hotel sigue atendido, afortunadamente, por los empleados más eficaces y profesionales del mundo, desde los recepcionistas al último camarero. Con esa digna escuela, y sus maneras bien llevadas, de la gran hostelería tradicional europea. Algunos, como María José la telefonista y sus compañeras, se han jubilado ya. Pero permanecen los conserjes -Cándido, Escudero y Paco-, los bármanes impecables y los botones. Por eso sigo yendo allí, tan a gusto como a mi propia casa. Estoy en buenas manos. Otro aliciente local, Sevilla aparte, es que a veces, cuando tomo un taxi de los que aparcan enfrente, me toca de conductor José María Heredia. Está cerca de la jubilación: tiene 65 años y es de esos personajes que te reconcilian con la gente. Mi amigo Heredia cuenta las cosas muy bien, con ese garbo y esa parsimonia guasona, andaluza de buena ley, que tanto es de agradecer en su punto justo. Lo que más me gusta que me cuente es su mili. Sirvió de cabo en el destructor Lepanto, con el que hizo tres viajes a América, y es un placer oírle contar historias de mar y de puertos: San Diego, Nápoles, Cartagena, Cádiz, Marín. Se refiere a ese tiempo como la mejor época de su vida: el Molinete y las Ramblas, las peripecias, los compañeros: «De todas las regiones, don Arturo: gallegos, catalanes, vascos, andaluces... Con lo bueno y lo malo de la mili, que de todo había, pero conociéndonos entre nosotros. Amigos que hacías para toda la vida, ¿no?... Recuerdos en común y cosas así».
Al antiguo cabo Heredia se le iluminan los ojos, a través del retrovisor del taxi, cuando me cuenta cosas de aquella Marina a la que amó tanto. Y del Lepanto, al que siempre se refiere con la lealtad entrañable que todo navegante muestra al referirse al barco donde navega, o navegó. «Era uno de los Cinco Latinos, don Arturo. Marinero a más no poder. Tenía que verlo usted machetear la mar a toda máquina»... Le recuerdo que muchas veces, de niño, vi su destructor en el muelle de Cartagena, y que seguramente me crucé con él, vestido de uniforme, por la calle Mayor. «Era un barco estupendo», confirmo. Y lo veo sonreír de orgullo. Tanto es el afecto que el cabo Heredia siente por aquel barco, que se ha hecho construir un modelo a escala, de radiocontrol; y los días que libra va al lago a echarlo al agua y maniobrar con él. «Para recordar los viejos tiempos. Incluso a un contramaestre que me andaba buscando siempre las vueltas, pero nunca me pilló. Yo era muy cumplidor. Muy serio.»
Y no sólo eso. Su pasión por la Armada española y las marinas en general lo hace ponerse elegante y visitar Cádiz cada vez que amarran allí barcos de la OTAN. A las horas de visita, impecable de chaqueta y corbata, sube solemne por la pasarela. Y como tiene el pelo rubio rojizo, es apuesto y de buena pinta, los centinelas se impresionan mucho: «Tendría que ver a los holandeses, don Arturo. La guardia medio tirada en cubierta, con esos pelos largos que llevan. Y en cuanto aparezco en el portalón y le doy un cabezazo a la bandera, se levantan a toda leche y se me cuadran, los tíos... ¡Creen que soy un almirante de paisano!».
Otro episodio que me gusta mucho que cuente, mi favorito, es el de la base naval norteamericana de San Diego, cuando le rompió una jarra de cerveza en la cara y luego infló a hostias a un suboficial, negrazo enorme de origen cubano, que había llamado «españoles comemieldas» a los marinos del Lepanto. Devuelto a bordo por la policía militar gringa, el comandante lo llamó a su despacho y le echó un chorreo de muerte, que lo dejó temblando como una hoja. Al terminar, en el mismo tono, le dijo que tenía un permiso de quince días. «¿Por qué, mi comandante?, pregunté. Y él, muy serio, contestó: Por sacudirle al negro.»
El cabo Heredia es feliz contando todo eso. Y yo sonrío mientras lo hace, pues me gusta servirle de pretexto. Compartir ese orgullo de viejo marinero que idealiza, con el paso del tiempo, aquella Armada y aquel barco donde sirvió de joven. Consciente de ello, él enhebra recuerdo tras recuerdo. Y cuando detiene el taxi, y yo sigo en mi asiento sin ganas de irme, concluye: «El Lepanto era una cosa seria, don Arturo. Un barco de guerra honorable. Pero ya no hay honor». Hace una pausa, suspira melancólico y añade:
«Ni vergüenza».

viernes, octubre 01, 2010

HACE 10 AÑOS MORÍA LUIS RUBÉN DI PALMA, nota de N. Straimel del 1/10/00

Domingo 1 de octubre de 2000
LUTO EN EL DEPORTE: EL IDOLO MAXIMO DEL AUTOMOVILISMO ARGENTINO

Se mató el Loco Di Palma

Iba a cumplir 56 años el 27 de este mes.
Ayer murió al caerse en Carlos Tejedor el helicóptero que manejaba cuando volvía de ver a Marcos, uno de sus hijos, en Santa Rosa.
Fue un grande que triunfó en todas las categorías.
Y un tipo derecho que amaba la libertad.
NESTOR STRAIMEL
  
   El camino estaba cerrado por la nieve. Pero Di Palma decidió encararlo igual, por esa única mano que se abría entre los montículos acumulados a sus costados. Era el otoño de 1983, cerca de San Martín de los Andes.
   El Gacel iba a 60 para tomarle la mano al camino. Pero Luis se fue animando y aceleró algo más. Ya estaba a 100 cuando llegó la sorpresa. Una pickup estaba parada en el medio de la huella. No había por dónde pasar. No se podía frenar por el piso helado. Luis insultó al destino. El choque era inevitable. Cuando el Gacel estaba a medio metro de la pickup, Di Palma pegó un volantazo, subió al montículo de nieve de la izquierda, hizo que la cola del Gacel pegara contra el otro vehículo para enderezarlo y cayó, como en un pase de magia, del otro lado. El único saldo fue un pequeño bollo. "¿Te asustaste?", me preguntó, riéndose.
   Esa historia fue la primera que me vino a la mente ayer, cuando me enteré de la tragedia. Porque en aquel Gacel, junto al ídolo máximo del automovilismo argentino, iba sentado yo, un periodista que de vez en cuando se ponía el traje de navegante de rally.
   Fue un gusto que quise darme. Correr como copiloto de Di Palma. Compartir un auto y la velocidad con ese piloto fantástico, que más allá del oficio periodístico había sido mi ídolo. Aquella anécdota ocurrió cuando recorríamos los caminos para el Rally de la Argentina. Y en esos días aprendí a conocer a Luis de otra manera. Supe de su sencillez, de su locura espontánea, no fabricada. De sus chistes infantiles, de su humor pueblerino. Por todo eso hoy, sobre este teclado que se va llenando de lágrimas, me niego a revisar los archivos, a buscar datos y cifras. No quiero homenajearlo a Luis. El me putearía si se enterara que hago eso. Quiero recordar momentos compartidos, únicos, felices...
   El año pasado se le ocurrió ser candidato a intendente de su Arrecifes. Fui hasta allá para contar la elección interna del peronismo. Estaba seguro del triunfo de Di Palma, un tipo amado por su gente. Pero perdió. ¿Por qué? Después lo supe. Dos días antes de la votación, en un programa de TV, contó anécdotas para divertir a todos. Una de ellas estuvo referida a una señora que entonces era la intendenta de Arrecifes. Y Di Palma reveló que en su época del secundario se había acostado con esa señora, por entonces su profesora... El escándalo lo derrotó y lo primero que se le ocurrió decirme al otro día, casi textualmente, fue: "Menos mal que perdí... ¿Te imaginás lo que hubiese sido yo de intendente?"
   Vivió sus 55 años de ese modo. A su manera. Haciendo siempre lo que sentía. Por eso se quedó sin un peso. Porque no era chupamedias de los dirigentes, ni de los políticos, ni de los patrocinantes. Por eso podía compartir su vida con su mujer de siempre, la Tana, y con otra señorita que le había dado una hija hace tres años. Por eso le encantaba volar en cualquier aparato y asegurar que era mucho menos peligroso que correr en auto: "En el aire no hay banquinas, nadie viene de frente, ningún boludo te encierra...", decía con picardía.
   En aquel rally del 83 fuimos hasta Bariloche en su avión. Me explicó lo fácil que era manejarlo y, sin darme tiempo a reaccionar, me pasó los comandos. Fue el único instante en que me enojé en serio con él. Creí que estaba loco de verdad. Unos días después, ya en la carrera sobre un poderoso Audi Quattro Turbo, me enseñó que, más allá de su manejo excepcional, era el Loco sólo para afuera. Que sobre un auto veloz no necesitaba acercarse a los límites del peligro. Que quería ganar, pero que nunca arriesgaba su vida para eso.
   Conocí en aquellos tiempos a cuatro gurrumines traviesos que andaban por la casa de Arrecifes. Todos le salieron corredores porque no tenían otra opción. No porque el viejo Di Palma les hubiese incentivado esa profesión. Sino porque desde que nacieron vieron a un padre que les mostró desde el alma que su mayor felicidad era acelerar un auto de carrera.
   José Luis, Marcos, Patricio y Andrea se fueron haciendo "Di Palmas" de a poco. Viendo cada día a un viejo que vivía desordenadamente pero que lo único que les pedía era que fueran tipos derechos. Marquitos se transformó en su copia exacta. Hasta en ese flequillo rebelde que le cae sobre la frente. Un flequillo igual al de aquel Pibe que a los 19 años empezó a meterse en la piel de los tuercas. A fuerza de talento, de inventiva y sobre todo de libertad. A ese Pibe que después fue Idolo, Viejo, Loco...
   A ese Di Palma que a los cincuenta y pico se levantaba todos los días a las siete para preparar, solo, un nuevo Torino con el que pensaba reaparecer dentro de una semana en Rafaela, en el Turismo Carretera.

Cuentan que el Loco se cayó ayer con su helicóptero y se murió.
No me jodan...



PARA MAÑANA, de Ana María Ponce

Mañana, cuando no estemos, cuando todo se haya vuelto oscuro, cuando no nos quede tiempo para derrochar, ni sueño que desgajar entre besos.
Cuando mis manos se separen de las tuyas,
y tengamos que apretar los puños con resignación.
Cuando la boca no tenga más palabras,
y las palabras desaparezcan en un aturdido remolino.
Cuando el cuerpo deje de sentir la permanente compañía del miedo.
Cuando los oídos se acostumbren para siempre al silencio.
Cuando definitivamente no estemos.
Mañana, nosotros, los que fuimos vivos, los que reímos y lloramos,
y nos alimentamos amando, queriendo la vida.
Nosotros estaremos regresando, y la piel será una oscura mezcla de tierra y piedras.
Y los ojos serán un inmenso cielo. Y los brazos y los cuerpos se juntarán si saberlo.
Y este niño que quisimos estará allí, amándonos desde lejos,
sosteniendo nuestro grito eterno, abriendo nuestro vientre cálido.
Haciendo interminables y multiplicados los puños cerrados con dolor.