NUEVO ESPACIO PARA COMPARTIR

En esta foto se ven las montañas "abriendo sus puertas" para que entre la ruta y el río juntos al pueblo, quizás el más lindo de la Argentina, colgado al pie de esa piedra impresionante que es el cerro Fitz Roy.
Ese pueblo que nos invita a pasar es El Chaltén, en la patagónica Santa Cruz.
Esta página, es como esa puerta, que permite mirar en el lugar en que subo algunas de las cosas de mi archivo personal, que me acompaña a todas partes. La mayor parte de ellas, pertenecen a otra gente; otras, las menos, son propias.
Algunas, a algunos cercanos a mi vida, a mis afectos. A una parte de ellas, algunos hábiles talentosos les han puesto música.
Otras no la precisan.
Seguiré buscando y subiendo otras cosas por allí, nuevas y no tanto, las que de a poco se irán haciendo mías también.
Espero que las disfruten tanto como las disfruto yo.
Y si quieren subir algún comentario, será bienvenido..!
(rt)




sábado, octubre 02, 2010

INTRUSOS EN EL COMEDOR, de Arturo Pérez Reverte - 07/2/2010

Unos los querían para mano de obra barata: jornaleros de miseria, chachas dóciles y carne de puticlub. Otros, para adornarse con la media verónica de que las fronteras son fascistas, aquí cabemos todos y maricón el último. El resto miramos a otro lado porque eso no iba con nosotros. A mí, pensábamos, la impotencia me la trae floja. Y adobando el asunto, la llamada opinión pública -esa puta perversa, tornadiza e hipócrita- extendió su salsa de irresponsabilidad y demagogia. Así, es natural que ni Pepé ni Pesoe, ni gobiernos, ni ministros, ni presidentes autonómicos, ni alcaldes y alcaldas de esta variopinta nación de naciones discutibles y discutidas del payaso Fofó, hicieran otra cosa que currarse lo inmediato. Ninguno de nuestros políticos renunció a esos viajes que se montan a costa de nuestra imbecilidad y dinero con el pretexto de estudiar el funcionamiento del metro de Estambul, las posibilidades eólicas de la Gran Muralla, el impacto del mosquito anófeles en el turismo de Cancún o el imprescindible hermanamiento de Tomillar del Rebollo con San Petersburgo. Nadie, en vez de hacer turismo por la patilla, se asomó a Francia, por ejemplo, donde el problema de la inmigración descontrolada y marginal hace tiempo que rechina en toda su crudeza. A aprender de los errores ajenos, y no meter la gamba en los mismos barrizales. Las prioridades eran otras: ganar dinero o votos fáciles, emparedar el problema futuro entre la desvergüenza de los explotadores y el buenismo estúpido de los cantamañanas, con esos supuestos papeles para todos que, además, eran mentira. Lo que viniese luego importaba un carajo. Por eso, leyes y normas no respondieron nunca a una política previsora de integración real y educación, planificada con realismo e inteligencia. Nadie aclaró, tampoco, qué idea de España iba a brindarse a quienes se acogían a ella. Qué espacio común podrían hacer suyo, a qué costumbres adaptarse, qué cauces serían adecuados para fundirse con el entorno sin renunciar al carácter y cultura propios. Qué derechos, y también qué obligaciones. Ofreciéndoles una tierra culta, abierta, común y generosa que el inmigrante, o sus hijos, no tardaran en sentir como propia. Una nueva patria: abierta, varia y coherente al mismo tiempo, que pudiesen, con poco o relativo esfuerzo, hacer suya.
Pero todo eso habría requerido inteligencia política, cálculos a largo plazo hechos por gobernantes previsores, no por gentuza oportunista que promulga leyes coyunturales, contradictorias, y sólo actúa pendiente del titular de telediario y de las próximas elecciones, en un país de borregos donde todo problema aplazado es un problema resuelto. Salía más barato dejar que las cosas se asentaran de forma natural. En vez de procurar explicar la necesaria historia del Cid Campeador a un niño magrebí, lo que se hizo fue eliminar al Cid de los libros escolares. Nada por aquí, y nada por allá. Vacío total. Papilla informe, sin sustancia, válida para todos y que no nutre a nadie. Y así, el resto. Cualquier intervención o planificación seria habría sido un acto totalitario y fascista. Laissez faire, laissez passer. Y vaya si pasaron. De cualquier manera. Hacinándose en guetos infames, desorientados mientras los explotábamos en español, en catalán, en gallego, en vascuence, en mallorquín, en valenciano, en bable, en farfullo de Villaconejos de la Torda. Sometidos por fuera a todas las gilipolleces en que tan diestros somos, y formando por dentro sus propias estructuras independientes. Con los daños colaterales lógicos: marginación involuntaria o deliberada, descontrol, delincuencia. Transformando barrios y pueblos enteros, unas veces para bien y otras para mal. Porque no hay gueto bueno, y ciertas convivencias desequilibradas son imposibles. Saturando sistemas poco previsores que no dan más de sí. Creando, también ellos, sus núcleos marginales específicos, sus rencores internos y ajenos. Sus propios problemas.
Ahora mugen vacas flacas y el negocio se va al carajo. De pronto, molestan. Pero ni siquiera así sacamos consecuencias útiles de las señales registradas en otros países que afrontan situaciones parecidas. Y al final pagarán los de siempre. Los tres, o treinta, o trescientos infelices apaleados en tal o cual sitio por una turba de bestias analfabetas en busca de alguien a quien linchar después de haberlo explotado hasta el tuétano. A cambio, algún día, cuando la desesperación propia y el racismo inevitable empujen a esos desgraciados al extremo, allí donde se sientan fuertes y puedan no sólo sobrevivir, sino defenderse e incluso agredir, arderán barrios enteros. No les quepa duda. Nos ajustarán las cuentas con su cólera desesperada, históricamente justa. Espero estar aquí para verlo, apoyado en la ventana de la biblioteca con la última botella de vino en la mano: respetables matronas en deshabillé corriendo por las calles mientras los bárbaros, como era inevitable, saquean Roma. Que nos den, entonces. Que nos vayan dando.

CUATRO MINUTOS, de Arturo Pérez Reverte - 08/3/2010

Me llegan, por amigo interpuesto, los comentarios de uno de los infantes de marina que estaban en el Índico durante el secuestro del Alakrana -del que, por cierto, nadie explicó de modo satisfactorio qué bandera llevaba izada, o no, cuando le dijeron buenos días-. El citado mílite es uno de los que intervinieron en la persecución de los piratas somalíes cuando éstos, después de trincar la pasta, salieron a toda leche para refugiarse en la costa. Viniendo de donde vienen, no es raro que los comentarios revelen insatisfacción por las órdenes recibidas y por el grotesco desenlace. Desde su comprensible anonimato, el infante de marina se desahoga, contando que los malevos estuvieron a tiro, pero las órdenes eran no disparar bajo ningún concepto, pues nadie estaba dispuesto a admitir muertos ni heridos en aquel sainete. Todo es conocido de sobra, y no merece volver sobre ello. Pero hay una frase que tengo por significativa, porque explica no sólo lo delAlakrana, sino muchas otras cosas: «Tuvimos de tres a cuatro minutos para detenerlos. Pedimos órdenes y hubo silencio». Con esas interesantes palabras en el aire, les invito a un bonito e instructivo ejercicio. Cierren los ojos e imaginen. Lo han visto veinte veces en el cine o la tele: las lanchas de los piratas zumbando hacia la playa, los infantes de marina teniéndolos en el punto de mira y con la posibilidad de bloquearles el paso, y el jefe del operativo pidiendo por radio instrucciones a sus superiores. «Permiso para intervenir», o algo así. Dice. Y ahora trasládense a Madrid, al gabinete de crisis o como se llame lo que montaron allí. También, en este caso, las películas nos facilitan el asunto: un mapa del Índico en una pantalla en la pared, pantallas de ordenador, la ministra de Defensa con las gafas puestas, el JEMAD ese de la barba que siempre va de azul, el resto de la plana mayor y toda la parafernalia. Con el pesquero liberado previo pago de su importe, todos más pendientes ya del telediario que de otra cosa. Y la voz que viene del Índico sonando en el altavoz: «Tenemos tres o cuatro minutos y solicitamos órdenes. Repito: solicitamos órdenes». El reloj en la pared haciendo tictac, o lo que hagan los relojes de los gabinetes de crisis, y la ministra, y el de la barba, y el resto de artistas, mirándose unos a otros, callados como putas. Y más tictac. Nadie dice «bloquéenlos», ni nadie dice «déjenlos escapar». Sería mojarse demasiado en uno u otro sentido, y las palabras las carga el diablo. Tanto el «sí» como el «no» pueden causar problemas en las tertulias radiofónicas y los titulares de los periódicos, según vayan éstos a favor o en contra del Gobierno. Así que punto en boca. Silencio administrativo, cuatro minutos, uno detrás de otro, mientras allá abajo, en el mar, los infantes de marina, el dedo en el gatillo y locos por la música, que para eso están, blasfeman en arameo, por lo bajini, mientras ven cómo se escapan los flacos con la pasta. Y al cabo, la desolada frase final: «Han llegado a la playa». Suspiro de alivio en el gabinete de crisis. Fin de la historia.
Les cuento la escena -imaginaria, aunque no tanto- por si ustedes llegan a la misma conclusión que yo. Esos cuatro minutos de silencio no son los del Alakrana. Son todo un síntoma, una marca de fábrica. Una manera de entender la vida en este pintoresco lugar llamado España porque de alguna manera hay que llamarlo. Esos cuatro minutos de silencio se dan a cada instante, en cualquiera de las diarias manifestaciones de nuestra estupidez, nuestra mala baba y nuestra impotencia. Calla siempre, los cuatro minutos precisos, el político de turno, y el policía, y el juez, y el periodista, y el vecino del quinto. Callamos todos ante lo que vemos y oímos, pendientes del tictac del reloj, esperando que el tiempo aplace, resuelva, permita olvidar el problema. Una cosa es la teoría, las declaraciones oficiales, la España virtual. Qué ligeros de lengua somos legislando para un mundo perfecto, con nuestra inquebrantable fe en el hombre -y en la mujer, que diría Bibiana-. Y qué callados nos quedamos, como la otra ministra y el de la barba, cuando la realidad se impone sobre nuestra imbecilidad endémica. Cuando el maltratador defendido por la maltratada, el corrupto reelegido para alcalde, el violador reincidente, el terrorista que apenas paga su crimen, el hijo de puta menor de edad, la tía marrana que aprovecha la ley para vengarse del marido inocente, el pirata somalí que rompe el tópico del buen negrito, nos meten el Kalashnikov por el ojete. Entonces nos quedamos callados, no sea que la vida real nos reviente la teoría obligándonos a señalar al rey desnudo. Y así, de cuatro en cuatro, pasan los minutos de nuestra cobardía.

EL CABO HEREDIA, de Arturo Pérez Reverte - 14/6/2010

Cuando viajo a Sevilla sigo alojándome en mi hotel habitual, pese a que, tras la última remodelación, perdió su empaque de toda la vida -siempre fue hotel clásico, de toreros- para verse decorado con un gusto pésimo, butacas rojo pasión y demás, que lo asemeja más a un picadero gay o a un puticlub marbellí. Pero los establecimientos son, en buena parte, lo que el personal que trabaja en ellos. Y mi hotel sigue atendido, afortunadamente, por los empleados más eficaces y profesionales del mundo, desde los recepcionistas al último camarero. Con esa digna escuela, y sus maneras bien llevadas, de la gran hostelería tradicional europea. Algunos, como María José la telefonista y sus compañeras, se han jubilado ya. Pero permanecen los conserjes -Cándido, Escudero y Paco-, los bármanes impecables y los botones. Por eso sigo yendo allí, tan a gusto como a mi propia casa. Estoy en buenas manos. Otro aliciente local, Sevilla aparte, es que a veces, cuando tomo un taxi de los que aparcan enfrente, me toca de conductor José María Heredia. Está cerca de la jubilación: tiene 65 años y es de esos personajes que te reconcilian con la gente. Mi amigo Heredia cuenta las cosas muy bien, con ese garbo y esa parsimonia guasona, andaluza de buena ley, que tanto es de agradecer en su punto justo. Lo que más me gusta que me cuente es su mili. Sirvió de cabo en el destructor Lepanto, con el que hizo tres viajes a América, y es un placer oírle contar historias de mar y de puertos: San Diego, Nápoles, Cartagena, Cádiz, Marín. Se refiere a ese tiempo como la mejor época de su vida: el Molinete y las Ramblas, las peripecias, los compañeros: «De todas las regiones, don Arturo: gallegos, catalanes, vascos, andaluces... Con lo bueno y lo malo de la mili, que de todo había, pero conociéndonos entre nosotros. Amigos que hacías para toda la vida, ¿no?... Recuerdos en común y cosas así».
Al antiguo cabo Heredia se le iluminan los ojos, a través del retrovisor del taxi, cuando me cuenta cosas de aquella Marina a la que amó tanto. Y del Lepanto, al que siempre se refiere con la lealtad entrañable que todo navegante muestra al referirse al barco donde navega, o navegó. «Era uno de los Cinco Latinos, don Arturo. Marinero a más no poder. Tenía que verlo usted machetear la mar a toda máquina»... Le recuerdo que muchas veces, de niño, vi su destructor en el muelle de Cartagena, y que seguramente me crucé con él, vestido de uniforme, por la calle Mayor. «Era un barco estupendo», confirmo. Y lo veo sonreír de orgullo. Tanto es el afecto que el cabo Heredia siente por aquel barco, que se ha hecho construir un modelo a escala, de radiocontrol; y los días que libra va al lago a echarlo al agua y maniobrar con él. «Para recordar los viejos tiempos. Incluso a un contramaestre que me andaba buscando siempre las vueltas, pero nunca me pilló. Yo era muy cumplidor. Muy serio.»
Y no sólo eso. Su pasión por la Armada española y las marinas en general lo hace ponerse elegante y visitar Cádiz cada vez que amarran allí barcos de la OTAN. A las horas de visita, impecable de chaqueta y corbata, sube solemne por la pasarela. Y como tiene el pelo rubio rojizo, es apuesto y de buena pinta, los centinelas se impresionan mucho: «Tendría que ver a los holandeses, don Arturo. La guardia medio tirada en cubierta, con esos pelos largos que llevan. Y en cuanto aparezco en el portalón y le doy un cabezazo a la bandera, se levantan a toda leche y se me cuadran, los tíos... ¡Creen que soy un almirante de paisano!».
Otro episodio que me gusta mucho que cuente, mi favorito, es el de la base naval norteamericana de San Diego, cuando le rompió una jarra de cerveza en la cara y luego infló a hostias a un suboficial, negrazo enorme de origen cubano, que había llamado «españoles comemieldas» a los marinos del Lepanto. Devuelto a bordo por la policía militar gringa, el comandante lo llamó a su despacho y le echó un chorreo de muerte, que lo dejó temblando como una hoja. Al terminar, en el mismo tono, le dijo que tenía un permiso de quince días. «¿Por qué, mi comandante?, pregunté. Y él, muy serio, contestó: Por sacudirle al negro.»
El cabo Heredia es feliz contando todo eso. Y yo sonrío mientras lo hace, pues me gusta servirle de pretexto. Compartir ese orgullo de viejo marinero que idealiza, con el paso del tiempo, aquella Armada y aquel barco donde sirvió de joven. Consciente de ello, él enhebra recuerdo tras recuerdo. Y cuando detiene el taxi, y yo sigo en mi asiento sin ganas de irme, concluye: «El Lepanto era una cosa seria, don Arturo. Un barco de guerra honorable. Pero ya no hay honor». Hace una pausa, suspira melancólico y añade:
«Ni vergüenza».