NUEVO ESPACIO PARA COMPARTIR

En esta foto se ven las montañas "abriendo sus puertas" para que entre la ruta y el río juntos al pueblo, quizás el más lindo de la Argentina, colgado al pie de esa piedra impresionante que es el cerro Fitz Roy.
Ese pueblo que nos invita a pasar es El Chaltén, en la patagónica Santa Cruz.
Esta página, es como esa puerta, que permite mirar en el lugar en que subo algunas de las cosas de mi archivo personal, que me acompaña a todas partes. La mayor parte de ellas, pertenecen a otra gente; otras, las menos, son propias.
Algunas, a algunos cercanos a mi vida, a mis afectos. A una parte de ellas, algunos hábiles talentosos les han puesto música.
Otras no la precisan.
Seguiré buscando y subiendo otras cosas por allí, nuevas y no tanto, las que de a poco se irán haciendo mías también.
Espero que las disfruten tanto como las disfruto yo.
Y si quieren subir algún comentario, será bienvenido..!
(rt)




martes, diciembre 28, 2010

UN INMIGRANTE GALLEGO, NUESTRO ABUELO, de Héctor Alfredo Tellechea y Varela - 2/2001

Para un hombre que navega sus "sesenta y pico" en este 2000, resulta muy difícil imaginar seria e inteligentemente, el año 2016 o el 2032, es decir: el futuro más o menos cercano pero, el futuro mediato. Ello lo obliga a marchar hacia un horizonte más impredecible. A su edad, casi imposible de imaginar siquiera. Es así que, como en la letra del tango podremos decirle : " Estás desorientado y no sabés, qué trole hay que tomar para seguir…"
En cambio, a lo vivido se puede retornar cuantas veces uno se lo proponga, y recorrerlo minuciosamente cuantas veces uno quiera.
Además, en cada viaje hacia atrás se puede profundizar más y ver mejor.

Uno puede hacerlo apoyándose en una percepción enriquecida por la experiencia, y por otra parte, la sola y precaria virtud de haber ido recorriendo la vida, le habrá arrimado, seguramente, conocimientos que hoy le permiten volver a instancias del pasado, y comprender mejor cada hecho, cada circunstancia del mismo.
En nuestro caso y como casi todos los argentinos, somos descendientes de inmigrantes.
Esos inmigrantes que "apuntalaron el crecimiento del país " y por su parte, "se hicieron la América".
Algunos se la hicieron. A otros no les fue tan bien.
A ninguno le regalaron nada. A muchos los maltrataron meticulosamente. Aún, sus propios paisanos mejor posicionados socialmente. Algunos se hicieron argentinos. . . . . .
En su mayoría, lo fueron a través de su descendencia. Pero ninguno olvidó su ascendencia europea.

Algunos trajeron sus dramas, sus miedos, sus terrores a la persecución. A ellos les costó mucho más integrarse. Lucharon desesperadamente por conservar, en sus imaginarios e innecesarios "ghetos", su nacionalidad, su religión, sus costumbres, su sentimiento tribal.
Nuestro abuelo gallego llegó de muy chico, creo que con 14 años, y cuando mis hijos alcanzaron esa edad, al mirarlos, imaginaba la posibilidad de que esta humanidad de mierda nos obligara ahora a nosotros, a decidir como mejor alternativa, enviarlos a ellos lejos de nuestra casa, de nuestro medio, de nuestro amor, de su único e indivisible entorno conocido !
Allí comencé a medir la epopeya del inmigrante en general, y del "abuelo Varela" en particular.
Allí comencé a entender por qué trabajaba tanto. Y también, por qué ni me entendía él a mí, ni yo a él.
Claro, él no había tenido escuela. Había aprendido a leer en una imprenta, donde aterrizó por la comida y un colchón bajo el mostrador.
Si hasta debe haber aprendido primero a leer de atrás para adelante, porque el linotipista armaba las planchas con los tipos en ese sentido.

En mi época del secundario ¿cómo íbamos a entendernos ambos si yo no había trabajado nunca ? Sólo había ayudado poco y a regañadientes.
Si yo creía que les hacía un favor a mis padres al estudiar !!!
En cambio, para él, no importaba si yo hubiera cumplido bien o no con mi tarea: de todos modos, siempre decía: "tú sí que la pasas bien !!!"
Esos dichos ocasionaban en mí mucha bronca. Pensaba que era injusto. Y en alguna medida lo era. Pero lo cierto es que desde su dura experiencia personal, él sabía, y con razón, que se podía hacer más. Se debía hacer mucho más, y también que yo podía hacerlo, que debía hacerlo.

En los días en que pude estar cerca de él (que fueron pocos), viéndolo trabajar, no apreciaba cabalmente cuánto era su esfuerzo. Hoy, en mi recuerdo lejano y un tanto borroso, tengo sin embargo una mejor valoración de su labor y de su disposición natural al esfuerzo.
Por otra parte creo que él tampoco creyó nunca que realizaba algo excepcional.
En algún momento se encontró con un paisano de apellido Rey, que tenía una empresa de camiones con la que hacía mudanzas y transporte en general. Allí el abuelo puso el hombro.
Pero no literalmente: lo puso de verdad..!

Recuerdo que alguna vez me dijo que llevar una pesada carga en los hombros no era cuestión de fuerza: que antes que nada, era necesaria mucha habilidad.
Los chicos de hoy no saben qué tan grandes eran aquellos antiguos roperos de tres puertas, ni saben que para subir a un primer piso había que ascender dos tramos de casi treinta escalones cada uno, y con un descanso intermedio.
¡Ah, me olvidaba: muchas escaleras eran curvas, y los tramos volvían a girar enrollándose sobre sí mismos.

Cuando pudo instaló una despensa, y con la ayuda de su segunda esposa aumentó sus ingresos, pero él seguía en la mudadora, conduciendo los camiones, y en otros pesados menesteres.
No se cómo ni en qué momento, alquiló un puesto del mercado de la calle Australia, en Barracas. Desde allí en adelante comienzan mis recuerdos.
Con su hermana Manuela, trabajaban de lunes a sábado vendiendo cerdo, en largas jornadas que finalizaban a las 22 ó 23 horas.

El domingo, su día de descanso, muy temprano marchaba, con un albañil, a los terrenos comprados en loteos recientes y promisorios del Gran Buenos Aires. Villa Adelina era entonces, un descampado. La primera casa que construyó allí era la única de la manzana y estaba a unas seis cuadras de la estación del FFCC Belgrano, y a 15 del actual Acceso Norte, en el límite entre Vicente López y San Isidro. Desde ella, a través de los muchos baldíos, se veía la estación
Allí era simultáneamente director de obra, empresario y peón de aquél albañil.
Ese, era su día de descanso semanal..!!

También ése sería un día especialmente feliz, si en su corto recreo del almuerzo, entre pastones de mezcla y ladrillos llenos de esperanza, sentaba alrededor de una mesa de tablones en medio de la obra, a alguno de sus hijos o de sus nietos.
A la noche, demolido por el cansancio físico, pero vivo, muy vivo de valores espirituales y morales, recordaría Vilagarcía de Arousa, en las hermosas rías bajas de su Galicia natal, y la angustia de aquella separación irreversible.

Hay más cosas que van reapareciendo poco a poco.
Recién decía que trabajaba con su hermana, la tía Manuela, de la que ahora recién entiendo por qué decía mi vieja que había sido “su madre”.
Juntos habían llegado de España, juntos trabajaban hombro con hombro. Juntos siguieron cuando ella quedó sola con sus cuatro hijos, luego del fracaso de su matrimonio con un madrileño indolente, vividor y otras cosas.
Juntos siguieron cuando murió mi abuela María y el abuelo José volvió a casarse.
Criaron los chicos alambre de por medio en casas contiguas, “bancándose” entre otras cosas, las frecuentes inundaciones del río generador del trabajo portuario, y sus consecuencias “no deseadas”, como dirían en aquélla época, igual que ahora, los políticos “abuelos” de los actuales.
Juntos afrontaron otra vez la angustia. No la de la partida, sino la del desarraigo.
Esa puta angustia que es como un puño apretando en la boca del estómago, y que sólo puede entender quien la haya padecido.
Esa angustia, impulsora inquebrantable de los hombres y mujeres fuertes, pero demoledora impiadosa de los débiles.

Había otro hermano. Otro Varela: el tío Benito.
¿Cómo había llegado el tío Benito?
Él salió como marinero recorriendo el mundo, y cuando pasó por Buenos Aires allí se quedó.
Se quedó seguramente aferrado a sus hermanos. Aquí construyó su familia.
Trabajó en la Condal, una fábrica de cigarrillos, hasta su jubilación.
Aquél marinero de juventud aventurera echó tan fuertes raíces en su casa de la calle Patagones, que allí viven ahora sus nietos con sus bisnietos.
Allí, en ese mismo lugar que casi no se modificó, por más que el entorno ahora sea tan distinto.

De él no recuerdo casi nada, solamente que el tío Benito llegaba con sus hijos y nietos a las fiestas de la familia, y tenía una forma muy particular de retirarse: en cuanto la reunión decaía para su interés, pues “¿ya los había visto a todos, coño!”, buscaba silenciosamente la puerta de calle y se perdía en la noche, regresando a su casa.
Creo que casi nunca alguien recibió su saludo de despedida.
Esa despedida “a lo Benito”, fue siempre muy natural para todos los demás.

Volviendo atrás, a los primeros años del exilio, imagino aquellos inmigrantes, aquellos desarraigados. Imagino la ansiedad de esperar el barco que podría traer a los suyos. Y ante el milagro del reencuentro, el abrazo interminable, atenazando simultáneamente a su casa natal, a su paisaje entrañable, a su asumida y decente pobreza, a sus escaceses y al gallego amor de sus padres.
Ese amor gallego de los gestos mínimos, de los ojos brillantes y penetrantes, profundamente apuntados a los ojos del ser querido.
Explícito como el verbo de una obra de Casona.
Implícito y mudo como un cuadro de Goya.

En cambio, no necesito imaginar porque fui testigo, del escenario espectacular de una larga mesa en el patio de la calle Irala, con toda la familia, compuesta de corajudos inmigrantes, y sus hijos porteños y los nietos, y la esperanza de su ascenso social, (mi nieto el doctor), y el truco, y el mus, y la cerveza y el naranjín, y la algarabía y el respeto, y el cariño y los ausentes que quedaron en Galicia, y la tremenda duda de reencontrarlos vivos alguna vez…
Y el odio visceral al franquismo nazi, y su miedo al terror fascista encarnado en Perón, para los viejos.
Y la esperanza legítima de una mejor vida para los jóvenes, puesta justificadamente por “algunos muchos”, en el mismo hijo tipo.

Y Fioravanti en la radio con el fútbol.
Y River y Boca, los cuadros del barrio pobre y querido.
Querido a pesar de las inundaciones y el olor nauseabundo del Riachuelo y las curtiembres, y los chicos jugando a la pelota en la calle del empedrado desparejo, y los hijos más grandes con el tango.
Tango que recogió en la mesa familiar las nostalgias de los padres: nostalgia en las fotos de los abuelos que no conocieron, y alegría en las canciones gallegas, en sus bailes de los pies tan ágiles, y en las manos sujetando el vuelo de las polleras, y los dedos haciendo castañuelas y los ojos tan llenos de lágrimas.

Esas lágrimas con la policromía de la nostalgia – alegría - esperanza del incierto retorno.
Cada día más incierto y quizás, menos dramático.
Menos dramático porque iban echando raíces.
Débiles al comienzo, pero raíces: esas raíces eran los hijos argentinos, sus parejas y los primeros nietos.
El esperado regreso, cada día recuenta más cosas para abandonar acá…
El deseado regreso se transforma: pasa de “definitivo” a “regreso para verlos”, y retornar.
Pero retornar era ahora volver a América, no a Vilagarcía de Arousa...

La vida les cambió el centro de gravedad sin que se dieran cuenta..!!
Es que en Buenos Aires están los hijos, las nueras, los yernos, sus familias, los nietos...
Y ¡chau!
¡Chau Galicia, chau!

Esos gallegos me enseñaron, sin palabras casi, el deber y la felicidad infinita de hacer todo, todo lo que está a nuestro alcance por la familia, por cada uno de los integrantes de la familia. Y eso me prendió fuerte.
El eje y propulsor de ese conjunto de almas, inseparable e indestructible, fue ese gallego cazurro, buen jugador de mus, hábil para sobrevivir, inteligente para progresar, firme para decidir, responsable para asumir sus obligaciones y ejercer el poder indelegable de jefe indiscutido de su familia.
Porque él fue el claro ejemplo de algo que la vida me enseñó después: no se es jefe de familia y respetado como tal, por el mero hecho de sentarse en la cabecera de una mesa.
Donde él se sentaba, en cualquier lugar de la mesa familiar en que se ubicara, estaba la cabecera.

Otro rasgo importante de su personalidad lo percibí en el repaso de mis recuerdos, recién cuando entendí que poder reírse de uno mismo, es un claro rasgo de inteligencia y salud psicológica.
De él recuerdo algo que hoy, medio siglo después, sigue siendo el más inteligente y fino chiste de gallegos que escuché en mi vida.
El abuelo José decía que Dios creó a los gallegos, porque los burros no sabían subir escaleras.
Y por si todo esto fuera poco para mí, ya de muy grande, mi muy querido tío Juan, su hijo tan parecido, me refirió algo prolijamente guardado por toda aquella familia, en el cofre inviolable de sus conceptos tan férreos, tan férreos que…¡bueno!

Para explicarlo bien quisiera que nos ubiquemos en Buenos Aires de comienzos de siglo.
Nos costará imaginar aquella sociedad. Las relaciones entre la gente, las reuniones de las distintas etnias en sus distintos estratos sociales.
¿Cómo se juntaban los italianos, los turcos, los judíos, los gallegos, asturianos, catalanes, vascos, con su enorme necesidad de abrazarse a cualquier paisano, de encontrar en sus ojos o en sus recuerdos algún retazo de sus campiñas, de sus montañas, de sus poblados, de sus circunstancias anteriores a la emigración forzada por la miseria primero, y el franquismo – fascismo - nazismo después ?

Pero si la epopeya de aquéllos hombres es admirable, la de las mujeres es increíble…!
Despiadada para con ellas, la sociedad de la época era mucho más prejuiciosa y machista que hoy. ¡¡ Vaya descubrimiento!!
¿Qué hacía una mujer sola en el torbellino inmigratorio?
¡Cuánta fragilidad! ¡Qué enorme necesidad de protección!
¿Pero de quién? ¿Quién no se aprovecharía de la angustia de una mujer sola y desarraigada?

“Mi abuelo Varela" fue el hombre que se casó con una paisana de su pueblo, inmigrante como él, desamparada como él: mi abuela María.
María Sanchoyarto era madre soltera de mi madre, y él se casó con ella y le dió a mi vieja su apellido.
Como dije antes, mi abuela murió, y mi madre tenía sólo cuatro años, su hermano Juan tan sólo dos, y el abuelo José volvió a casarse con otra paisana del mismo pueblo, tuvo otro hijo que no tiene ningún lazo sanguíneo con mi madre (y por lo tanto ni conmigo ni con mis hermanos hijos y nietos, y no lo lamento)

Mi madre quedó muy marcada por todo aquello, pero lo sobrellevó porque Dios le dio un buen marido como mi padre, e hijos que la quieren mucho.
Ella tuvo una infancia muy conflictuada que la marcó para siempre, y no fue peor gracias a la tía Manuela, que reemplazó a su madre con el mismo amor que prodigó a sus hijos.
Mi vieja recién a los ochenta años pudo conocer, en una vieja foto que estuvo cruel y prolijamente escondida, el rostro, la figura de su mamá.

Hubo desencuentros que se superaron felizmente: la familia sigue siéndolo más que nunca, y Juan es, desde hace mucho, el eje maravilloso y ejemplar, a quién mi madre adora y nosotros también.

Gracias a todo esto yo también soy Varela. Soy nieto de José Varela.
Que no es poca cosa. . . . . ¡coño!

BOABDIL NO TENÍA MOTIVOS, de Arturo Pérez Reverte - 27/12/2010

No quiero que se vaya 2010, sin glosar un recorte de prensa que tengo sobre la mesa.
Hace unas semanas coincidieron, en tiempo y espacio, el alarde habitual de cinismo de las autoridades del ramo tras la publicación de cada informe Pisa sobre el estado de la educación en España -sólo estamos un poco por debajo de la media, no vamos tan mal como parece, etcétera- y una cosita de la Junta de Andalucía que me hace tilín. Sobre nuestro coma educativo no voy a extenderme, pues acabo de desayunar, y sería incómodo que la náusea me hiciera vomitar el vaso de leche y los crispis sobre el teclado del ordenata; sobre todo si recuerdo los paños calientes del ministro responsable, señor Gabilondo, el triunfalismo idiota de su secretario de Educación -que ni me acuerdo de cómo se llama ni me importa un carajo-, o el de ciertos presuntos consejeros de Educación de los diecisiete putiferios del Estado español. Dicho sea lo de Estado con las cautelas oportunas.

El adobo de choteo, como digo, lo pone el recorte de prensa que mencionaba. Lo leí cuando se hacían públicos los datos que, una vez más, confirman que la lucha honorable de tantos maestros españoles, maniatados por nuestro triste sistema educativo, es una batalla perdida; que la excelencia en las aulas es políticamente incorrecta, que todo se iguala por abajo en favor de la apatía y la mediocridad, y que preferimos tener masas de chusma informe antes que élites preparadas que le pongan letras mayúsculas a la palabra futuro. Tengo ese recorte sobre la mesa, como digo, y me partiría la caja si no fuera porque el asunto tiene poca gracia. Mientras el informe Pisa confirma que Andalucía sigue a la cola de Europa, lo que preocupa a la Junta que gobierna esa autonomía, la prioridad a la que dedica tiempo y viruta, lo que le quita el sueño y merma su presupuesto, es publicar una guía de 71 páginas para propiciar «el conocimiento de la perspectiva ecofeminista, y potenciar el lenguaje periodístico desde una perspectiva de género medioambiental».

Lo de menos es que Andalucía, inculto patio de Monipodio de políticos oportunistas y clientela comprada con subvenciones, carezca de medios para que los colegios funcionen, los alumnos progresen, y los profesores heroicos dispongan de medios en la desigual lucha que libran. Por ahí pasa la Junta de puntillas. Para lo que comparecen cuatro consejeros -Medio Ambiente, Presidencia, Igualdad y Hacienda- es para exigir al mundo que se evite la palabra actor, sustituyéndola por persona que actúa, que en vez de futbolistas digamos quienes juegan al fútbol, que en vez de parados se diga personas sin trabajo, que los ciudadanos se transformen en la ciudadanía, el hombre en la humanidad, los niños en la infancia y los andaluces en el pueblo andaluz.

Llegados a este punto, diríamos que la imbecilidad de la Junta andaluza, encarnada en sus representantes, quedó exhausta. Pues no. Aún les quedó resuello para poner algunos ejemplos de cómo evitar el lenguaje machista. Por ejemplo, sustituyendo la frase «los maestros les prohíben usar el móvil a los alumnos» por «el profesorado le prohíbe usar el móvil al alumnado»; que, además, resulta un delicioso pareado. Aunque mi recomendación favorita del informe juntero -me pregunto cuánto costó, y a quién arregló el año la subvención, o mandanga- es la que critica la frase «Páez estuvo magnífico en su intervención y la señora Martínez iba muy elegante» y exige cambiarla por «Páez estuvo magnífico en su intervención y la señora Martínez realizó unas aportaciones muy inteligentes»; dando por sentado que la señora Martínez, sea quien sea, y por el hecho de ser mujer, tiene que aportar inteligencia por cojones.

Sería injusto afirmar que en este alarde de sentido común y gusto expresivo, la Junta se olvida de la educación y la cultura. Hay una exigencia de la que, supongo, tomarán nota todos los profesores -el profesorado- que expliquen a sus alumnos, o alumnado, la Historia de Andalucía y de España; dicho sea lo de España sin ánimo de ofender. Según lo que recomienda el manual juntero, la madre de Boabdil ya nunca podrá dirigirse en los libros de texto a su destronado chaval con las palabras que le dedicó en 1492, largándose de Granada: «No llores como una mujer lo que no defendiste como hombre». La frase, ahora, será: «No llores, pues no tienes motivos para ello». Y punto.
Ocho siglos de Reconquista, como ven, resueltos y simplificados de un plumazo.
¿Motivos? ¿Reconquista de qué?
Más fácil para los chicos, imposible.

No puede ser, me digo, que sean tan analfabetos. Ni tan estúpidos.
Eso me digo una y otra vez. Serían inocentes, y en nada de esto acabo de ver inocencia alguna.
Me pregunto, entonces, cuál es la frontera que separa a un analfabeto de un sinvergüenza.

MIL DÍAS DE FUEGO Y OLVIDO, de Arturo Pérez Reverte - 20/12/2010

Acabo de leer un libro extraordinario. Un tocho enorme de tamaño folio y casi mil páginas. Requetés, se llama, y trata sobre la actuación de los voluntarios carlistas en la Guerra Civil. Lo abordé con reparos, pues los cruzados de la Causa nunca fueron santo de mi devoción. Cuando lees a Baroja y Valle Inclán de jovencito, hay fanatismos místico-castrenses que ya no te caen simpáticos nunca. Mucho menos cuando, mirando hacia atrás y hacia adelante, uno acaba comprendiendo el estrecho parentesco de aquellos curas de boina roja, que en el siglo XIX bendecían bayonetas antiliberales, con los curas vascos que, durante la última mitad del siglo XX, en otras sacristías que de algún modo son la misma, empollaron y siguen empollando el huevo asesino de la serpiente. Pastores de almas para los que, en el fondo, Josu Ternera y sus compadres, arrepentidos o sin arrepentir, no dejan de ser otra cosa que respetables generales carlistas.
Sin embargo, reconozco que Requetés ha sido una agradable sorpresa. Pese a los avales del prólogo de Stanley Payne y el epílogo de Hugh Thomas, lo abrí con cautela, esperando indigestión de rosario, escapulario y detente bala. Pero resulta que no. El libro, dotado de un despliegue fotográfico que por sí mismo lo convierte en documento extraordinario, es una minuciosa relación, con testimonios en primera persona, de cómo vivieron la guerra los combatientes de los tercios de requetés que en los más duros frentes de batalla lucharon contra la República. Testimonios, en su mayor parte -no mezclemos churras con merinas-, de gente que se partió la cara de igual a igual; no ratas de retaguardia, madrugada y tiro en la nuca. Que también los hubo.

No falta ideología en el libro, claro. Aquellos hombres y mujeres que vivieron la guerra en primera persona, tanto en los frentes como en los hospitales y en la retaguardia, añaden, a veces, su visión del mundo y de España. Pero eso suele ser secundario, y cede paso al caudal de hechos vividos, al relato de historias personales de trincheras, dolor y muerte, y también de solidaridad, compasión, camaradería y heroísmo. De 60.000 combatientes encuadrados en los tercios de requetés, 6.000 murieron en combate: uno de cada diez. Veteranos navarros, vascos, valencianos, catalanes, incluso andaluces, la mayor parte de los cuales no había cumplido entonces veinte años, cuentan con sobria naturalidad sus mil días de fuego, utilizados siempre como fuerzas de choque. Hombres al límite, en lugares donde todo se reducía a sobrevivir, matar o morir. Historias que en su mayor parte, motivos últimos al margen, podrían intercambiarse con las del otro bando: cuadrillas de amigos alistados en el mismo pueblo, muchachos de quince años que empuñaban el fusil junto a sus hermanos, padres y parientes. Desde la distancia del tiempo, abuelos que entonces fueron jóvenes vigorosos, a los que vemos en las fotos, todavía imberbes, pasando el brazo por encima del hombro de compañeros que se quedaron atrás para siempre, recuerdan con singular ecuanimidad sus peripecias entre amigos y enemigos. Y a menudo, el aliento de lo real estremece al lector-oyente como nunca podría hacerlo un relato ficticio de guerra o aventuras.

Lo que hace tan valioso Requetés es que Pablo Larraz y Víctor Sierra, sus autores, recogen esos testimonios y dejan el juicio último al lector. El libro plantea lo que, en mi opinión, es el único modo decente de alejar los fantasmas perversos de nuestra Guerra Civil: no juzgar a los protagonistas por sus ideas, sino por sus actos. En ese sentido, lo que hace aún más importante esta obra monumental es que casi todos los recuerdos provienen de hombres y mujeres muertos a poco de dar su testimonio. Eran los últimos carlistas supervivientes de la guerra, y habría sido una lástima que sus vidas se hubieran perdido para siempre en esta España analfabeta, oportunista, elemental, que confunde memoria histórica con rencor histórico.

Y es curioso: en Requetés no se reconoce a los vencedores, porque en realidad sus protagonistas no lo fueron. Tras utilizarlos como carne de cañón, el franquismo los relegó al olvido; y los ex combatientes carlistas ni siquiera se beneficiaron de los privilegios que la nueva casta nacional, dueña del cortijo, disfrutó sin límites. Quizá por eso, un aire triste, resignado, recorre las páginas del libro. Una melancolía encarnada a la perfección en la figura de ese pastor navarro que, mucho tiempo después, vuelto a sus ovejas tras jugarse la vida peleando durante tres años, no conserva otro privilegio que llevar en su pobre morral los prismáticos de un oficial del ejército rojo al que mató en la batalla del Ebro.

FRASE HISTÓRICA, de L.A.Spinetta (gracias Goli..!!)

"Toda forma de belleza pretende reproducir los sentimientos de la vida en el paraíso. EL ROCK es justamente la sensación que representa aquellos sentimientos de los habitantes del paraíso en el momento preciso en que fueron condenados a abandonar la supuesta perfección. Gracias por venir de tan lejos. Recuerden que cada butaca tajeada y cada pucho que se quema en la alfombra es una sala más que se cierra a la música de rock."
(De un programa que anuncia un recital de "Pescada Rabioso" y pertenece a Luis Alberto Spinetta.)


"Me acuerdo de haber visto este programa en una revista Pelo, más o menos del año 1972, en esa época se estilaba esribir este tipo de frases en los programas o hacer un dibujo (Emilio del Guercio era un gran dibujante), o poner las letras de las canciones"

jueves, diciembre 23, 2010

LA CASA DE MI PADRE, del libro Pueblo y piedra, de Gabriel Aresti (Harei eta herri)

Defenderé la casa de mi padre contra los lobos,
contra la sequía, contra la usura, contra la justicia.

Defenderé la casa de mi padre, perderé los ganados,
los huertos, los pinares.
Perderé los intereses, las rentas, los dividendos.

Defenderé la casa de mi padre, me quitarán las armas,
y con las manos defenderé la casa de mi padre.

Me cortarán las manos y con los brazos defenderé
la casa de mi padre.

Me dejarán sin brazos, sin hombros y sin pechos
y con el alma defenderé la casa de mi padre.

Me moriré, se perderá mi alma, se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre seguirá en pie.

( NERE AITAREN ETXEA DEFENDIKU DUT
OLSOEN KONTRA LUKUVURIAREN KONTRA
JUSTIZIAREN KONTRA DEFENDÍTU
EGINEN DUT NERE AITAREN ETXEA

GALDUKO DITUT AZIENDAK
DOLESK PINADIAN; GALDUKE DITUT KORRITUAK-,
EIRENTAK, INTEREZAK, BAINA NERE AITAREN ETXEA

DEFENDIKU DUT HARMAK KENDUKO DIZKIDATE,
ETA ESKUAREKIN DEFENDITUKO DUT
NERE AITAREN ETXEA;

ESKUAK EBALEIKO DIZKIDATE ETA BESCAREKIN DEFENDITUKO DUT
NERE AITAREN ETXEA; BESIRIK GABE BULARRIK GABE EITZIKONANTE,
ETA ARIMAREKIN DEFENDITUKO DUT NERE AITAREN ETXEA,
NI LULEN MAÍZ, NERE ARIMA GALDUKO DA, BAINA NERE AITAREN ETXEAK
IRAUNEN DU ZUTIK )

lunes, diciembre 13, 2010

CARTA AL INGENIERO FAVALLI, de Juan Sasturain

                                                                                                                                    Para Mario Morán

Estimado Favalli, disculpe que me dirija a usted en estos términos formales pero durante los años que lo frecuenté cada miércoles – aunque usted no me conoce – nunca supe más que su apellido.
Y éramos muchos los pibes que seguíamos sus idas y venidas junto a Juan, Franco, Mosca y el resto, bajo la muda nevada en blanco y negro, dibujada por Solano en el Hora Cero Semanal.
Desde entonces, nadie puede sentarse a jugar un truco de cuatro a la noche en la Argentina sin
mirar de reojo a la ventana, a la espera de que pase o que no vuelva a pasar lo que pasó.
Nadie puede cruzar la General Paz viniendo por Maipú sin esperar que asomen las antenitas de
los cascarudos en el terraplén, tiemble el suelo de Plaza Italia con la llegada de los gurbos, nos espere el mano tenebroso en la glorieta iluminada de Barrancas.
Para nosotros, profesor, usted era simplemente Favalli, ese gordo serio y un poco cabrón con pulóver de cuello alto y anteojos gruesos que siempre sabía – y en eso resultaba un poco hinchapelotas – lo que pasaba, por qué pasaba y lo que había que hacer en cada caso.
Y si no tenía razón, al menos tenía una teoría razonable, una versión de la vida que no incluía los consejos del miedo ni el cálculo mezquino. Claro que, a veces, con eso no alcanzaba.
Me acuerdo, justamente, cuando estaban refugiados en la casa, amargados de pelear a los tiros con vecinos envidiosos, y su diagnóstico fue que se venía la ley de la selva – él todos contra todos – y que sólo cabía tomárselas a un valle aislado en Mendoza o la loma del carajo para empezar de nuevo, desde cero.
Era el fin de la Historia, si se quiere.
Y fue entonces, ingeniero, que les golpearon a la puerta del chalet y esa vez no fue para matarlos ni quitarles lo poco o mucho – los bienes y saberes – que tenían sino para contarles, simplemente, que la Historia – como siempre – continúa, que había una invasión, no una desgracia, y que había que luchar, sin ir más lejos.
Y ahí le digo, profesor, que usted supo adaptarse a la nueva situación – al nuevo escenario dirían hoy – e incluso a la nueva ideología.
Que al salir a la calle aprendió de los que hacían y se sumó a una pelea que no tenía prevista en los papeles.
Quiero decir – y perdóneme, Favalli – que fue más allá de sus libros y su clase, y se puso del lado que debía. Tal vez por eso, ingeniero, el costo pagado fue tan alto.
La última vez que lo vimos – no incluyo aquella aparición en la vereda del final circular que inventó Oesterheld – la imagen fue atroz.
Marchaba junto a Franco, un arma en la mano y el control en la nuca: hombre robot con la mirada y el alma perdidas en un descampado del Gran Buenos Aires que si no era José León Suárez tenía una tristeza parecida.
Así, viejo Favalli, si le escribo ahora, precisamente en estos días de saludable pelea, es para decir que lo extrañamos. Todos, hasta los pibes que lo conocieron hace poco, ladero gordo, sabihondo amargo, junto al famoso Eternauta, extrañamos su gesto, su convicción a la hora de elegir de qué lado ponerse, para qué usar lo que se sabe cuando uno sale o lo arrastran a la calle, a la Historia, a la arena política, que le dicen.
Parece que ya no vienen así, los ingenieros.
En fin, gordo querido – y disculpe esta confianza tal vez desubicada – espero que esté bien y acompañado de los suyos que son nuestros: los compañeros del truco y de la lucha, los vivos y los muertos de papel y carne y hueso.
Acá, como sabrá, la lucha continúa.
Un abrazo.

Sasturain, su amigo viejo.

viernes, diciembre 10, 2010

Y SIN EMBARGO, de Rafael de León y Antonio Quintero

Me lo dijeron mil veces, pero nunca quise poner atención.
Cuando llegaron los llantos ya estabas muy dentro de mi corazón.
Te esperaba hasta muy tarde, ningún reproche te hacía, lo mas que te preguntaba era que si me querías. Y bajo tus besos en la "madrugá", sin que tu notaras la cruz de mi angustia solía cantar:

"Te quiero más que a mis ojos, te quiero más que a mi vida,
más que al aire que respiro y más que a la mare mía.
Que se me paren los pulsos si te dejo de querer,
que las campanas me doblen si te falto alguna vez.
Eres mi vida y mi muerte, te lo juro compañera.
No debía de quererte, no debía de quererte... y sin embargo, te quiero. ”

De sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría
por ti la vida entera, por ti la vida entera;
y, sin embargo, un rato, cada día, ya ves,
te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera.

Ni tan arrepentido ni encantado de haberme conocido, lo confieso.
Tú que tanto has besado, tú que me has enseñado,
sabes mejor que yo que hasta los huesos
sólo calan los besos que no has dado, los labios del pecado.

Porque una casa sin ti es una emboscada,
el pasillo de un tren de madrugada, un laberinto sin luz ni vino tinto,
un velo de alquitrán en la mirada.

Y me envenenan los besos que voy dando y, sin embargo,
cuando duermo sin ti contigo sueño, y con todas si duermes a mi lado,
y si te vas me voy por los tejados, como un gato sin dueño,
perdido en el pañuelo de amargura que empaña sin mancharla tu hermosura.

No debería contarlo y, sin embargo, cuando pido la llave de un hotel
y a media noche encargo un buen champán francés
y cena con velitas para dos, siempre es con otra, amor,
nunca contigo, bien sabes lo que digo.

Porque una casa sin ti es una oficina, un teléfono ardiendo en la cabina,
una palmera en el museo de cera, un éxodo de oscuras golondrinas.

Y cuando vuelves hay fiesta en la cocina y bailes sin orquesta,
y ramos de rosas con espinas, pero dos no es igual que uno más uno,
y el lunes al café del desayuno vuelve la guerra fría,
y al cielo de tu boca el purgatorio, y al dormitorio el pan de cada día.

viernes, diciembre 03, 2010

IDEAS PARA LA GRAN VÍA, de Arturo Pérez Reverte (18/10/10)

Mecachis en la mar salada. No sé dónde diablos tengo la cabeza. Al final se me pasó la fecha límite del concurso que organizó el Ayuntamiento de Madrid -Gran Vía posible, se llamaba- para renovar la principal calle de la ciudad con motivo del centenario. Me duele perder esa oportunidad, pues tenía pensados un par de proyectos muy en la línea de lo que demandaba la corporación municipal: «Invitar a la ciudad a reflexionar sobre su futuro». Modestia aparte, eran buenísimos; pero así es la vida perra. Ya lo dijo Gustavo Adolfo Bécquer: camarón que se duerme, se lo lleva la corriente.

Mi idea era destacar valores culturales y sociales madrileños ya vigentes. No siempre lo nuevo es lo adecuado, y a veces conviene resaltar aspectos ciudadanos de tradición y solera, confirmándolos con el respaldo de lo institucional. Interpretando la calle, vamos. De ahí que mis ideas para reinventar la Gran Vía consistieran en dedicar la emblemática arteria madrileña, cada mes del año, a un aspecto característico de la ciudad. Con todo, comercio, transeúntes, chiringuitos, paisaje urbano, actividades educativas e infantiles, volcado en exclusiva al asunto, hasta agotarlo en su mismidad misma. O algo así.
Podría empezarse con el Mes de la Obra Pública, por ejemplo. Durante cuatro o cinco semanas, la Gran Vía se levantaría de cabo a rabo, con pasarelas y puntos urbanos desde los que el público siguiera de cerca la ejecución -lo más lenta posible- del asunto. Habría desde actividades lúdicas, como recorridos de agujeros y sortear máquinas perforadoras o de asfaltado, hasta concursos de decibelios y de blasfemias ciudadanas, con talleres infantiles consistentes en darles a las criaturas un casco, un pico y una pala para que hagan sus propias zanjas. Todo, por supuesto, con facilidades de acceso y tránsito, rampas y ascensores para impedidos físicos y personas de la tercera edad.
Otro mes bonito sería el Mes de las Putas. La diferencia formal con los días normales en la Gran Vía sería mínima; pero numerosas actividades culturales harían hincapié en aspectos diversos del meretricio, creando un espacio urbano que realzaría ese rasgo entrañable de la céntrica vía urbana y calles aledañas. Habría talleres abiertos al público, noche en blanco de los sexshops de la calle Montera, conferencias sobre mafias de proxenetas o hágase puta usted misma, pases de lencería profesional, seminarios sobre uso correcto de preservativos y lubricantes, cuentacuentos para niños -con versiones no sexistas financiadas por el ministerio de Igualdad, como La Puta y el Puto Durmiente o la Puticienta-, y tarifas especiales para jubilados, con una instalación de pantallas de televisión para que las lumis siguieran en directo, aprendiendo así a buscarse la vida con más eficacia, las peripecias de sus compis que salen en la tele.
El Mes del Mendigo también puede ser brillante que te rilas. Consistiría en instalar en la Gran Vía a los que duermen de noche en la Plaza Mayor, y ocupan allí todos los accesos y soportales a modo de fino aliciente turístico para esa zona de Madrid. Durante el mes de marras se redistribuirían por las dos aceras de la avenida principal con sus sacos de dormir, sus meadillas en la pared, sus perros sin vacunar y sus tetrabrik de Don Simón. Plato fuerte serían los conciertos de flauta punki y trompetilla matasuegras en plan dame algo, colega, con y sin chucho. También podrían programarse interesantes actividades lúdicas infantiles y deportivas: competiciones de velocidad de niños rumanos, divertidas acampadas con cajas de cartón y bolsas del Corte Inglés para grupos de colegiales, y una maratón de San Silvestre en plan carrera de obstáculos, sorteando muñones desnudos y robustos fulanos de treinta años arrodillados en la acera diciendo «tengo hambre, por caridad, tengo hambre» con estampitas de santos, crucifijos, sagrados corazones, fotos de Benedicto XVI y Purísimas de Murillo.
Tengo otras sugerencias, pero ya no me caben en la página. Como el Mes de la Tienda Desaparecida, con todos los comercios de la Gran Vía cerrados. O el Mes de la Manifa: un colectivo de parados presentes o futuros, distinto cada día, venido en autobuses de todos los puntos de España, pondría piquetes informativos pinchando neumáticos y bloqueando el Metro. Tampoco sería moco de pavo un Mes del Chino, con la calle llena de tiendas de todo a un euro atendidas por sonrientes asiáticos que no hablasen una palabra de español ni catalán, y fueran atracados puntualmente una vez a la semana. O los meses del Turista en Chanclas, del Conductor Panchito Mamado, del Taxista Facha, del Coche Oficial del Político, de la Doble Fila, del Hijo de la Gran Puta. Etcétera.

Así, hasta doce. O más. No dirá el alcalde de Madrid que faltan ideas.

NOTARIO DEL HORROR, de Arturo Pérez Reverte (31/10/10)

Cada cual tiene sus amigos, y algunos de los míos son más raros que un perro de color fucsia. Carlos Olivares es burgalés, bronco y duro como un gallo de pelea, casi incendiario cuando se le va la olla, y llevaba tiempo empeñado en rescatar del olvido un libro que le quita el sueño desde hace años: Doy fe, de Antonio Ruiz Villaplana, secretario de juzgado en Burgos durante el primer año de la Guerra Civil.
Ahora Carlos ha pagado de su bolsillo una modesta edición de ese libro; y no tengo más remedio que hablarles de él, porque anoche, tras leerlo de nuevo, me acosté descompuesto y amargo. Recordándonos.
Decía el gran Manuel Chaves Nogales «exiliado republicano, nada sospechoso de parcial ni extremista» que a partir de 1936 la estupidez y la crueldad se enseñorearon de la vieja piel de toro. Que el caldo de cultivo de nuestra sangrienta guerra civil fue un virus germinado en los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín con las etiquetas de comunismo, fascismo y nacionalsocialismo. Y que el inadvertido hombre español, inculto, rencoroso y a menudo hambriento, se contagió con rapidez.
Así, después de tantos siglos de barbecho, ignorancia, injusticia y miseria, la tierra sedienta de esa infeliz España hizo pavorosamente fértil la semilla de nuestra estupidez y nuestra crueldad ancestrales.
«Es vano el intento de señalar» escribió Chaves Nogales en 1937 los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en éste o aquel sector social, en esta o aquella zona. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos en que se partiera España
Es útil tener presente esas palabras a la hora de enfrentarse al texto que por las mismas fechas escribió Antonio Ruiz Villaplana, secretario judicial de Burgos, capital de las tropas sublevadas contra la República. Incapaz de soportar las atrocidades de la represión, Ruiz Villaplana huyó de la España nacional, y en Francia dio fe por escrito de aquello en lo que, por su cargo oficial en los juzgados, había sido testigo e involuntario cómplice.
Lo hizo en un estilo sobrio al que no era ajena su profesión, sin otros adjetivos que los imprescindibles. El resultado es un libro demoledor, pese a su brevedad, que estremece a cualquier lector de buena fe.
Es cierto que los dos bandos cometieron atrocidades. Idénticas, a menudo. La misma gentuza oportunista, según donde el azar la situaba, dio rienda suelta a su negra alma lo mismo bajo el mono de miliciano que bajo la camisa de falangista. La guerra y la sucesión de acontecimientos, el rencor de la España envidiosa y maldita, convirtieron esas atrocidades en inevitables. El ser humano es como es, y los crujidos de la Historia tienen su horror específico; pero aun así, lo que cuenta el antiguo secretario judicial de Burgos no tiene justificación histórica ni social.
Está en el extremo de la crueldad y la saña gratuitas, atizadas por el odio, la vileza y la barbarie españolas; y también por la cobardía de quienes, como el autor reconoce de sí mismo, no tuvieron el valor inmediato de oponerse a la sinrazón de los verdugos por no acabar en las mismas fosas comunes. Doy fe cuenta una parte significativa de esa tragedia y su cruda verdad. Aunque abunda en pinceladas de personajes históricos y en consideraciones utilísimas para comprender importantes aspectos del conflicto «el general Mola, Franco, la Falange, el Requeté, el siniestro papel de la Iglesia aliada con los verdugos en la zona nacional», en su mayor parte se circunscribe a la provincia de Burgos, capital de la España que pronto sería franquista.
El puntilloso secretario de juzgado enumera, para aliviar su conciencia, los crímenes que la sociedad burgalesa amante de la paz social y el orden público, cometió, o toleró, sin que a nadie temblara el pulso: la despiadada represión en una pequeña ciudad donde la República apenas se había hecho sentir, donde no hubo quema de iglesias ni desórdenes previos, y donde los ejecutados del primer momento fueron los primeros e ingenuos sorprendidos por la suerte espantosa, desproporcionada, que sus verdugos les deparaban. Fosas comunes, torturas, violaciones y pillajes, ejecuciones sistemáticas de presos, litros de agua bendita con que las jerarquías eclesiásticas hisoparon todo aquello, constituyen el paisaje estremecedor por el que se mueve este relato seco, fiel, escrito por un hombre honrado. Por alguien que pudo contentarse, sobrevivir, callar y medrar, y no lo hizo. Si la lectura de Doy fe remueve cómodas certezas e inquieta el sueño tranquilo de algunos, tanto en la ciudad de Burgos como fuera de ella, el esfuerzo de mi amigo habrá valido la pena.