NUEVO ESPACIO PARA COMPARTIR

En esta foto se ven las montañas "abriendo sus puertas" para que entre la ruta y el río juntos al pueblo, quizás el más lindo de la Argentina, colgado al pie de esa piedra impresionante que es el cerro Fitz Roy.
Ese pueblo que nos invita a pasar es El Chaltén, en la patagónica Santa Cruz.
Esta página, es como esa puerta, que permite mirar en el lugar en que subo algunas de las cosas de mi archivo personal, que me acompaña a todas partes. La mayor parte de ellas, pertenecen a otra gente; otras, las menos, son propias.
Algunas, a algunos cercanos a mi vida, a mis afectos. A una parte de ellas, algunos hábiles talentosos les han puesto música.
Otras no la precisan.
Seguiré buscando y subiendo otras cosas por allí, nuevas y no tanto, las que de a poco se irán haciendo mías también.
Espero que las disfruten tanto como las disfruto yo.
Y si quieren subir algún comentario, será bienvenido..!
(rt)




viernes, diciembre 03, 2010

IDEAS PARA LA GRAN VÍA, de Arturo Pérez Reverte (18/10/10)

Mecachis en la mar salada. No sé dónde diablos tengo la cabeza. Al final se me pasó la fecha límite del concurso que organizó el Ayuntamiento de Madrid -Gran Vía posible, se llamaba- para renovar la principal calle de la ciudad con motivo del centenario. Me duele perder esa oportunidad, pues tenía pensados un par de proyectos muy en la línea de lo que demandaba la corporación municipal: «Invitar a la ciudad a reflexionar sobre su futuro». Modestia aparte, eran buenísimos; pero así es la vida perra. Ya lo dijo Gustavo Adolfo Bécquer: camarón que se duerme, se lo lleva la corriente.

Mi idea era destacar valores culturales y sociales madrileños ya vigentes. No siempre lo nuevo es lo adecuado, y a veces conviene resaltar aspectos ciudadanos de tradición y solera, confirmándolos con el respaldo de lo institucional. Interpretando la calle, vamos. De ahí que mis ideas para reinventar la Gran Vía consistieran en dedicar la emblemática arteria madrileña, cada mes del año, a un aspecto característico de la ciudad. Con todo, comercio, transeúntes, chiringuitos, paisaje urbano, actividades educativas e infantiles, volcado en exclusiva al asunto, hasta agotarlo en su mismidad misma. O algo así.
Podría empezarse con el Mes de la Obra Pública, por ejemplo. Durante cuatro o cinco semanas, la Gran Vía se levantaría de cabo a rabo, con pasarelas y puntos urbanos desde los que el público siguiera de cerca la ejecución -lo más lenta posible- del asunto. Habría desde actividades lúdicas, como recorridos de agujeros y sortear máquinas perforadoras o de asfaltado, hasta concursos de decibelios y de blasfemias ciudadanas, con talleres infantiles consistentes en darles a las criaturas un casco, un pico y una pala para que hagan sus propias zanjas. Todo, por supuesto, con facilidades de acceso y tránsito, rampas y ascensores para impedidos físicos y personas de la tercera edad.
Otro mes bonito sería el Mes de las Putas. La diferencia formal con los días normales en la Gran Vía sería mínima; pero numerosas actividades culturales harían hincapié en aspectos diversos del meretricio, creando un espacio urbano que realzaría ese rasgo entrañable de la céntrica vía urbana y calles aledañas. Habría talleres abiertos al público, noche en blanco de los sexshops de la calle Montera, conferencias sobre mafias de proxenetas o hágase puta usted misma, pases de lencería profesional, seminarios sobre uso correcto de preservativos y lubricantes, cuentacuentos para niños -con versiones no sexistas financiadas por el ministerio de Igualdad, como La Puta y el Puto Durmiente o la Puticienta-, y tarifas especiales para jubilados, con una instalación de pantallas de televisión para que las lumis siguieran en directo, aprendiendo así a buscarse la vida con más eficacia, las peripecias de sus compis que salen en la tele.
El Mes del Mendigo también puede ser brillante que te rilas. Consistiría en instalar en la Gran Vía a los que duermen de noche en la Plaza Mayor, y ocupan allí todos los accesos y soportales a modo de fino aliciente turístico para esa zona de Madrid. Durante el mes de marras se redistribuirían por las dos aceras de la avenida principal con sus sacos de dormir, sus meadillas en la pared, sus perros sin vacunar y sus tetrabrik de Don Simón. Plato fuerte serían los conciertos de flauta punki y trompetilla matasuegras en plan dame algo, colega, con y sin chucho. También podrían programarse interesantes actividades lúdicas infantiles y deportivas: competiciones de velocidad de niños rumanos, divertidas acampadas con cajas de cartón y bolsas del Corte Inglés para grupos de colegiales, y una maratón de San Silvestre en plan carrera de obstáculos, sorteando muñones desnudos y robustos fulanos de treinta años arrodillados en la acera diciendo «tengo hambre, por caridad, tengo hambre» con estampitas de santos, crucifijos, sagrados corazones, fotos de Benedicto XVI y Purísimas de Murillo.
Tengo otras sugerencias, pero ya no me caben en la página. Como el Mes de la Tienda Desaparecida, con todos los comercios de la Gran Vía cerrados. O el Mes de la Manifa: un colectivo de parados presentes o futuros, distinto cada día, venido en autobuses de todos los puntos de España, pondría piquetes informativos pinchando neumáticos y bloqueando el Metro. Tampoco sería moco de pavo un Mes del Chino, con la calle llena de tiendas de todo a un euro atendidas por sonrientes asiáticos que no hablasen una palabra de español ni catalán, y fueran atracados puntualmente una vez a la semana. O los meses del Turista en Chanclas, del Conductor Panchito Mamado, del Taxista Facha, del Coche Oficial del Político, de la Doble Fila, del Hijo de la Gran Puta. Etcétera.

Así, hasta doce. O más. No dirá el alcalde de Madrid que faltan ideas.

NOTARIO DEL HORROR, de Arturo Pérez Reverte (31/10/10)

Cada cual tiene sus amigos, y algunos de los míos son más raros que un perro de color fucsia. Carlos Olivares es burgalés, bronco y duro como un gallo de pelea, casi incendiario cuando se le va la olla, y llevaba tiempo empeñado en rescatar del olvido un libro que le quita el sueño desde hace años: Doy fe, de Antonio Ruiz Villaplana, secretario de juzgado en Burgos durante el primer año de la Guerra Civil.
Ahora Carlos ha pagado de su bolsillo una modesta edición de ese libro; y no tengo más remedio que hablarles de él, porque anoche, tras leerlo de nuevo, me acosté descompuesto y amargo. Recordándonos.
Decía el gran Manuel Chaves Nogales «exiliado republicano, nada sospechoso de parcial ni extremista» que a partir de 1936 la estupidez y la crueldad se enseñorearon de la vieja piel de toro. Que el caldo de cultivo de nuestra sangrienta guerra civil fue un virus germinado en los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín con las etiquetas de comunismo, fascismo y nacionalsocialismo. Y que el inadvertido hombre español, inculto, rencoroso y a menudo hambriento, se contagió con rapidez.
Así, después de tantos siglos de barbecho, ignorancia, injusticia y miseria, la tierra sedienta de esa infeliz España hizo pavorosamente fértil la semilla de nuestra estupidez y nuestra crueldad ancestrales.
«Es vano el intento de señalar» escribió Chaves Nogales en 1937 los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en éste o aquel sector social, en esta o aquella zona. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos en que se partiera España
Es útil tener presente esas palabras a la hora de enfrentarse al texto que por las mismas fechas escribió Antonio Ruiz Villaplana, secretario judicial de Burgos, capital de las tropas sublevadas contra la República. Incapaz de soportar las atrocidades de la represión, Ruiz Villaplana huyó de la España nacional, y en Francia dio fe por escrito de aquello en lo que, por su cargo oficial en los juzgados, había sido testigo e involuntario cómplice.
Lo hizo en un estilo sobrio al que no era ajena su profesión, sin otros adjetivos que los imprescindibles. El resultado es un libro demoledor, pese a su brevedad, que estremece a cualquier lector de buena fe.
Es cierto que los dos bandos cometieron atrocidades. Idénticas, a menudo. La misma gentuza oportunista, según donde el azar la situaba, dio rienda suelta a su negra alma lo mismo bajo el mono de miliciano que bajo la camisa de falangista. La guerra y la sucesión de acontecimientos, el rencor de la España envidiosa y maldita, convirtieron esas atrocidades en inevitables. El ser humano es como es, y los crujidos de la Historia tienen su horror específico; pero aun así, lo que cuenta el antiguo secretario judicial de Burgos no tiene justificación histórica ni social.
Está en el extremo de la crueldad y la saña gratuitas, atizadas por el odio, la vileza y la barbarie españolas; y también por la cobardía de quienes, como el autor reconoce de sí mismo, no tuvieron el valor inmediato de oponerse a la sinrazón de los verdugos por no acabar en las mismas fosas comunes. Doy fe cuenta una parte significativa de esa tragedia y su cruda verdad. Aunque abunda en pinceladas de personajes históricos y en consideraciones utilísimas para comprender importantes aspectos del conflicto «el general Mola, Franco, la Falange, el Requeté, el siniestro papel de la Iglesia aliada con los verdugos en la zona nacional», en su mayor parte se circunscribe a la provincia de Burgos, capital de la España que pronto sería franquista.
El puntilloso secretario de juzgado enumera, para aliviar su conciencia, los crímenes que la sociedad burgalesa amante de la paz social y el orden público, cometió, o toleró, sin que a nadie temblara el pulso: la despiadada represión en una pequeña ciudad donde la República apenas se había hecho sentir, donde no hubo quema de iglesias ni desórdenes previos, y donde los ejecutados del primer momento fueron los primeros e ingenuos sorprendidos por la suerte espantosa, desproporcionada, que sus verdugos les deparaban. Fosas comunes, torturas, violaciones y pillajes, ejecuciones sistemáticas de presos, litros de agua bendita con que las jerarquías eclesiásticas hisoparon todo aquello, constituyen el paisaje estremecedor por el que se mueve este relato seco, fiel, escrito por un hombre honrado. Por alguien que pudo contentarse, sobrevivir, callar y medrar, y no lo hizo. Si la lectura de Doy fe remueve cómodas certezas e inquieta el sueño tranquilo de algunos, tanto en la ciudad de Burgos como fuera de ella, el esfuerzo de mi amigo habrá valido la pena.