NUEVO ESPACIO PARA COMPARTIR

En esta foto se ven las montañas "abriendo sus puertas" para que entre la ruta y el río juntos al pueblo, quizás el más lindo de la Argentina, colgado al pie de esa piedra impresionante que es el cerro Fitz Roy.
Ese pueblo que nos invita a pasar es El Chaltén, en la patagónica Santa Cruz.
Esta página, es como esa puerta, que permite mirar en el lugar en que subo algunas de las cosas de mi archivo personal, que me acompaña a todas partes. La mayor parte de ellas, pertenecen a otra gente; otras, las menos, son propias.
Algunas, a algunos cercanos a mi vida, a mis afectos. A una parte de ellas, algunos hábiles talentosos les han puesto música.
Otras no la precisan.
Seguiré buscando y subiendo otras cosas por allí, nuevas y no tanto, las que de a poco se irán haciendo mías también.
Espero que las disfruten tanto como las disfruto yo.
Y si quieren subir algún comentario, será bienvenido..!
(rt)




martes, julio 12, 2011

SOBRE NIÑOS, VIDA Y AJEDREZ, de Arturo Pérez Reverte - 11.7.11

Hace poco pasé unos días como espectador de infantería en el legendario Magistral de León, un apasionante torneo de ajedrez que lleva veinticuatro años enrocado en la tierra natal de mi viejo amigo el capitán Alatriste. Esta vez el duelo era de campanillas: el campeón del mundo, Vishy Anand, contra uno de mis jugadores favoritos: el letón nacionalizado español Alexei Shirov, que ha estado dos veces a punto de alzarse con el título mundial. Y disfruté mucho, como digo. Una cena con Shirov me dejó en la cabeza, aparte de mucha simpatía por ese oso grandote y rubio de mirada tierna, algunas ideas útiles para cosas que ando escribiendo estos días. Pero lo que tal vez me interesó más fue el torneo de jóvenes talentos, donde una veintena de niños de entre doce y dieciséis años -el más torpe, capaz de darme mate en diez jugadas, sin despeinarse- compitieron entre sí con objeto de jugar la última partida, los finalistas, en la misma mesa y con las mismas piezas que utilizaban Anand y Shirov.
Lo de los críos y el ajedrez es, por cierto, una asignatura pendiente en España. Demasiado pendiente, creo. Un deporte que también es cultura; un juego antiguo como ése, fascinante, fácil de comprender ya por un niño de cuatro años, sólo es obligatorio en cincuenta colegios españoles y figura como actividad extraescolar en menos de un millar. Culpables de esto son los propios ajedrecistas, a menudo enfrascados en sus propias partidas e incapaces de organizarse para reclamar mayor presencia del tablero en los lugares adecuados; pero también son responsables los padres que, por indiferencia o ignorancia, privan a sus hijos del aprendizaje básico, al menos en su fase elemental, de una disciplina que consideran menos útil que el fútbol o las manualidades artísticas. Y sin embargo, pocos juegos son tan atractivos para un niño como ese lidiar precoz dotado de reglas de cortesía y comportamiento; ese juego divertido, agresivo y elegante al mismo tiempo, que enseña a pensar con razón y lógica a cualquiera que lo practique.
En lo que se refiere a nuestra clase política, imaginen. Su sensibilidad para este asunto equivale a la de un trozo de carne de cerdo poco hecha. El ministerio de Educación y los responsables del deporte español consideran el ajedrez -cuando se les obliga a pensar en él y no tienen más remedio- como la más fea del baile: algo desconocido e incómodo, difícil de encajar en planes educativos diseñados por psicopedagogilipollas seguros de que la igualdad y la excelencia se logran mejor si los niños juegan con muñecas y las niñas al fútbol que si se enfrentan, miden y conocen, al otro y a ellos mismos, sobre un tablero de ajedrez. Un ejemplo: aunque hace ya seis años el Senado aprobó por insólita unanimidad -tendrían prisa por irse de puente o cobrar dietas- instar al Gobierno a que facilitase la introducción del ajedrez en los colegios españoles, tanto el central como los autonómicos de entonces y de ahora se pasaron, y siguen haciéndolo, tan provechosa recomendación por el forro de sus respectivas legislaturas.
En fin. Qué quieren que les diga. Quienes de ustedes me leen desde La tabla de Flandes conocen la importancia que el ajedrez tiene en varias de mis novelas, como en mi concepción del mundo y de las cosas. Soy un mal jugador; pero crecí entre libros, marinos y ajedrecistas, y mis primeros recuerdos están unidos a la imagen de mi padre y sus amigos inclinados sobre un tablero, entre humo de cigarros y pipas. Me acerqué a ese juego desde muy niño, incluso antes de comprenderlo, intuyendo en él claves útiles sobre los misterios insondables o estremecedores de la vida. Después, los cuadros blancos y negros, las piezas en sus escaques, me ayudaron a entender mejor el mundo por donde eché a andar temprano, mochila al hombro. Gracias al ajedrez, o a los perfectos símbolos que lo inspiran -repito que soy jugador mediocre, a menudo torpe-, encajé de modo razonable el miedo al aguzado alfil, el horror de la torre devastadora, la soledad del peón aislado en su casilla, los cuadros blancos, negros, fundidos en grises, de la turbia condición humana. Y mientras estuve -todos estamos alguna vez, tarde o temprano- en el vientre del caballo de madera esperando mi turno para degollar troyanos dormidos, y luego, cuando al regreso con sangre en las uñas la vida me despobló el cielo de dioses, el ajedrez me dio respuestas, consuelo, sosiego y media docena de certezas útiles con las que ahora envejezco, leo, navego y escribo novelas. Otros van a la iglesia, y yo voy al ajedrez. De puntillas, con humildad y respeto, a ver oficiar los misterios de la vida. Como quien asiste a misa.

viernes, julio 08, 2011

LOS HIJOS SE VAN, de Autor anónimo o desconocido por mí...

Hay que aceptarlos con esa condición, hay que criarlos con esa idea, hay que asumir esa realidad.
No es que se van... es que la vida se los lleva.
Ya no eres su centro.
Ya no eres propietario, eres consejero.
No diriges, aceptas. No mandas, acompañas. No proyectas, respetas.
Ya necesitan otro amor, otro nido y otras perspectivas.
Ya les crecieron alas y quieren volar.
Ya les crecieron las raíces y maduraron por dentro.
Ya les pasaron las borrascas de la adolescencia y tomaron el timón.
Ya miraron de frente la vida y sintieron el llamado, para vivirla por su cuenta.
Ya saben que son capaces de las mayores aventuras, y de la más completa realización.
Ya buscarán un amor que los respete, que quiera compartir sin temores ni angustias las altas y las bajas en el camino que les endulce el recorrido, y los ayude en el fin que quieren conseguir.
Y si esa primera experiencia fue equivocada, tendrán la sabiduría y las fuerzas para soltarlas, y así, otro amor les llegará para compartir sus vidas en armonía.
Ya no les caben las raíces en tu maceta, ni les basta tu abono para nutrirse, ni tu agua para saciarse, ni tu protección para vivir. Quieren crecer en otra dimensión, desarrollar su personalidad, enfrentarse al viento de la vida, al sombro del amor y al rendimiento de sus facultades.
Tienen un camino y quieren explorarlo.
Lo importante es que sepan desandarlo: tienen alas y quieren abrirlas. Lo importante también es el corazón sensible, la libertad asumida y la pasión a flor de piel.
Que la rienda sea con responsabilidad, y la formación, llena de luz.
Tú quedas adentro. En el cimiento de su edificio, en la raíz de su árbol, en la corteza de su estructura, en lo profundo de su corazón.
Tú quedas atrás.
En la estela luminosa que deja el barco al partir.
En el beso que les mandas.
En el pañuelo que los despide.
En la oración que los sigue.
¡ En la lágrima que los acompaña !
Tú quedas siempre en su interior, aunque cambies de lugar.

martes, julio 05, 2011

NOCHE DE TANGO EN "LA IDEAL", de Arturo Pérez Reverte - 4.7.11

Confitería La Ideal, calle Suipacha, Buenos Aires.
Anoche estuve calzándome una botella de Luigi Bosca en el Torcuato Tasso, un elegante lugar que no conocía, en la calle Defensa, escuchando a la gente joven del grupo Violent Tango, y hoy retorno -cuatro años no es nada- a mis clásicos entrañables: este viejo local en el corazón de la ciudad, con su magnífica y centenaria decoración, en cuya planta baja puedes pagar 160 pesos por una copa de vino infame y un espectáculo tanguero, tan depresivo y cutre que el Príncipe Gitano cantando In the ghetto en La Trompeta a finales de los 70 parecía, a su lado, Frank Sinatra en las Vegas.
El caso es que aguanto un rato razonable en la planta baja de La Ideal gracias a que una de las tanguistas faldicortas, que es china o se operó hace poco, le pone arte al frote porteño con su pareja; pero cuando el cantante, cabeza afeitada y traje de chaqueta gris perla, se hace el simpático micrófono en mano con la docena de clientes que ocupamos las mesas en torno a la pista de baile -«¿Cuántos norteamericanos tenemos aquí? ¿Y cuántos brasileiros?»-, pongo pies en polvorosa antes de que me incluya en los pormenores, o la china me saque a bailar Garufa.
Decido refugiarme en el primer piso, donde las cosas son diferentes.
Allí funciona una escuela de tango, y los sábados el viejo salón se cuaja de noctámbulos que bailan tango y milonga de toda la vida.
A la señora de la puerta no la impresiona que yo sea un súbdito de la madre patria rajándose del cantante calvo, y me saca otros 16 mangos por subir. A cambio, elijo mesa con buena vista y observo a la peña mientras disfruto cual roedor en incunable.
Fiel a mi memoria, como la última vez, una variopinta nómina de aficionados cumple el ritual tanguero: se mueven al compás de la música, observan a los bailarines, se invitan unos a otros con la familiaridad, formal y al mismo tiempo natural, de quienes se saben viejos miembros de una grata cofradía. A los compases de Danzarín o de La última grela, las parejas salen a la pista, los hombres se paran ante las mesas y aguardan inmóviles mientras ellas se ponen en pie, pasan una mano por los hombros del varón y extienden la derecha sobre la mano izquierda de éste; y tras unos instantes de inmovilidad para que la música circule por sus venas e imprima el ritmo adecuado, los dos se alejan lentos, majestuosos, enlazados entre las otras parejas que danzan.
Me gusta imaginarles historias.
Clasificarlos por su aspecto y maneras: el maduro elegante, el joven aprendiz, la joven que nunca niega un baile, el matrimonio que acude cada fin de semana.
Algunos vienen vestidos expresamente para el tango, faldas cortas ellas y medias oscuras caladas, como la madura de buen tipo que aún tiene rastros de una cercana belleza, que baila muy junta, apasionada, con el hombre todavía joven y pintón.
O el abuelete de piel amarillenta que acude trajeado y de corbata con una señora flaca que parece la suya, o tal vez no, y se mueve muy bacán, con artrítico donaire, dando un paso atrevido pierna por alto de vez en cuando, y del que piensas: le queda un tango y seguramente lo está bailando ahora.
O la señora embarazada de muchos meses, con cara de llamarse Margot o Malena.
O la abuela pellejuda y amojamada, con un vestido corto hasta la indecencia: una especie de gran pañuelo de seda bajo el que asoman dos canillas flacas y largas, y que por alguna extraña razón me recuerda a mi tía Pura que saliera de la tumba para marcarse un tango vestida sólo con el liviano sudario.
Todos bailan de maravilla, y envidio el arte. Si yo hubiera tangueado así alguna vez, concluyo, me habría comido a las minas de dos en dos.
Y al que esta noche más envidio es al gordo: ciento veinte kilos en canal, menos de treinta años, camisa y pantalón negros que perfilan unas formas paquidérmicas.
Parece salido del tango El gordo triste, de Ferrer y Piazzolla, aunque de triste no tenga nada: su sonrisa es tranquila, dulcísima, y baila con una señora que por la apariencia debe de ser su madre; pero luego va sacando una por una a todas las mujeres del recinto.
Ninguna se niega, pues resulta asombroso ver cómo baila.
Con qué sobria elegancia mueve los pies calzados para la coyuntura con zapatos de dos colores mientras se marca un tango tras otro, sereno, canchero, seguro de sí.
Hasta guapo, parece.
Y observándolo pienso que seguramente fue objeto de rechifla en el colegio, y que algunas chicas lo mirarán por la calle con burla o indiferencia. Ignorantes, todas, de que con música de tango este joven gordo y desgarbado se transforma en el bailarín más elegante de la noche porteña; y que cada sábado, en el salón de arriba de la Confitería Ideal, consigue sin esfuerzo aparente lo que yo no lograría en mi vida: abrazar a cualquier mujer, hermosa o no, y que todas las guapas goteen agua de limón, clup, clup, clup, locas por bailar con él.