NUEVO ESPACIO PARA COMPARTIR

En esta foto se ven las montañas "abriendo sus puertas" para que entre la ruta y el río juntos al pueblo, quizás el más lindo de la Argentina, colgado al pie de esa piedra impresionante que es el cerro Fitz Roy.
Ese pueblo que nos invita a pasar es El Chaltén, en la patagónica Santa Cruz.
Esta página, es como esa puerta, que permite mirar en el lugar en que subo algunas de las cosas de mi archivo personal, que me acompaña a todas partes. La mayor parte de ellas, pertenecen a otra gente; otras, las menos, son propias.
Algunas, a algunos cercanos a mi vida, a mis afectos. A una parte de ellas, algunos hábiles talentosos les han puesto música.
Otras no la precisan.
Seguiré buscando y subiendo otras cosas por allí, nuevas y no tanto, las que de a poco se irán haciendo mías también.
Espero que las disfruten tanto como las disfruto yo.
Y si quieren subir algún comentario, será bienvenido..!
(rt)




lunes, enero 31, 2011

ESA OTRA FIEL INFANTERÍA, de Arturo Pérez Reverte 31.1.11

Los vi hace poco en el aeropuerto de México: ojerosos, mal afeitados, hechos polvo tras largos vuelos y tránsitos infames.
Eran cuatro -uno, naturalmente, se llamaba Pepe- y hablaban de Flandes y de las Indias. O de como se diga ahora. Holanda, decían. México y Venezuela. Sitios así. Hablaban de saqueos, botines y aventuras. O sea, de buscarse la vida donde ésta late. De negocios.
Estaban allí con sus arrugados coletos de cuero transformados en trajes de chaqueta y corbata; con sus armas, que eran ordenadores y agendas, y con esa mirada absorta, fatigada, que les queda a los que vienen de asaltar las murallas de Breda o pelear en las calzadas de Tenochtitlán.
Observándolos mientras consultaban las salidas de los vuelos, concluí que tampoco, si uno se fija bien y leyó los libros adecuados, hay tanta diferencia: Barajas en vez de Cádiz, Lisboa o la boca del Guadalquivir, en galeones, o Italia y el Camino Español por los Alpes y Suiza, rumbo al norte de Europa.
La fiel infantería del rey católico: la misma gente que hace cuatro siglos, harta de monarcas imbéciles, curas parásitos y funcionarios sanguijuelas, decidió que era mejor intentarlo allá afuera y reventar en ello, que languidecer en una tierra yerma, ingrata, dejada de la mano de Dios.
Alguien escribió que en otro tiempo, cuando España se dilataba en el mundo, los españoles se echaron afuera a pelear y buscarse la vida, desde nobles hasta labriegos.
Y fue cierto.
Unos lo hicieron por hambre de gloria y dinero; otros, los más, por hambre de verdad.
Desde las Indias a Filipinas, del norte de África a Europa entera, contra toda clase de naciones bárbaras o civilizadas, pelearon hidalgos y campesinos, bachilleres y pastores, caballeros y pícaros, amos y criados, soldados y poetas. Pelearon Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, Ercilla y muchos más.
En todas las tierras y climas, bajo nieve, sol, lluvia o viento, desharrapadas huestes de españoles pequeños y recios, fanfarrones, crueles, hechos a la miseria, el sufrir y las fatigas, con todo por ganar y nada que perder salvo la vida, renegando a cada paso en todas las lenguas de España, acuchillándose entre sí en los ratos libres que no empleaban en degollar a terceros, caminaron tras las rotas banderas en busca de pan que llevarse a la boca. Así llenaron los espacios en blanco de los mapas, las tierras incógnitas. Y sin pretenderlo, de rebote, los que regresaron vivos trajeron Méxicos y Perús, riquezas hasta para quienes nunca arriesgaron nada.
E historias fascinantes que escuchar.
Pensaba en eso viendo a los cuatro soldados de los modernos tercios que aguardaban en el aeropuerto. La misma hambre, me dije.
El mismo dilema. Quedarse en esta tierra estéril y enferma es languidecer.
Recordé haberlos visto toda mi vida en cien rincones perdidos del mundo, alojados en hoteles de veinte dólares donde nunca para un hombre de negocios acomodado. Planchándose ellos cada mañana su único traje, como otros se revestían el arnés y el acero, antes de echarse a la calle a pelear de nuevo. A arrancarle el botín a la vida donde ésta se deja.
Lo mejor de nuestra fiel infantería: empresarios y comerciales españoles que no gastan más de lo preciso en dormir y comer, sobrios y tenaces; pero que cada mañana, a la hora del combate, riñen con esos otros a quienes todo sobra, tumbando a base de iniciativa e imaginación a competidores de grandes compañías gringas que han hecho masters en Harvard y escriben sin faltas de ortografía; y que sin embargo se ven, sin comprenderlo, acuchillados por esos tipos duros, hambrientos y mal afeitados que no tienen Visa Oro pero saben arreglárselas para hacer lo imposible, por pura necesidad y desesperación.
Porque hablan la lengua, o se la inventan.
Porque lo de buscarse la vida, asaltar murallas para cobrarse pagas atrasadas o pelear en una trinchera, hambrientos y con el barro hasta los huevos, lo llevan en la sangre.
Pensé en todo eso, como digo, mirando a esos tipos en la sala de espera del aeropuerto. Nunca imaginaréis, concluí, con cuántas cosas me reconciliáis de nuestra perra España. Calculé sus noches solitarias velando armas, mirando ventanas de cielos extranjeros.
La soledad y la dureza del combate librado a tus solas fuerzas, sabiendo que el único día fácil es el que dejaste atrás.
Hombres y mujeres valientes, soldados metidos muy adentro en territorio enemigo, que llevan al hombro, a su manera conmovedora, la vieja aspa de San Andrés: los colores de sus modestas empresas -«I am from Murcia», oí decir a uno en El Cairo, hace treinta años, al policía que le pidió la cartilla de vacunación que no llevaba-.
Batiéndose a ciegas por la negra honra y por desesperación. Por hambre.
Mal pagados e ignorados en su tierra, como siempre.
De nuevo, también como siempre, la misma historia.
No sabemos vivir de otra manera...


jueves, enero 13, 2011

EL MENSAKA DEL SEMÁFORO, e Arturo Pérez Reverte 13.12.10

La moto está parada en el semáforo de un paso de peatones, con un pavo encima: un mensajero con el rótulo fosforito de su empresa en la espalda.
Detengo el coche en su aleta de babor y miro la máquina.
Pese a la caja portaequipajes del asiento trasero, me recuerda la hermosa moto italiana que tuve hace treinta y tantos años largos, a esa edad en que te crees invulnerable; cuando eres joven, inconsciente y capaz de salir de viaje nocturno cayendo lluvia a mantas, atravesando a ciegas pantallas de agua pulverizada de camiones por carreteras de doble dirección, y crees que estamparte contra un coche o un árbol, a 160 kilómetros por hora, es algo que sólo puede pasarle a otros, y nunca a ti.
El caso, como digo, es que estoy mirando la moto y al usuario con una punzada de nostalgia. Bajo el casco y el barbur, el mensaka parece motero veterano, treintañero largo. Está tranquilo y a lo suyo, abiertas las piernas, las botas militares apoyadas en el suelo, pendiente de que el semáforo pase a verde. Pensando en sus cosas, supongo. En que va retrasado en las entregas, o a quién votar en las municipales. Cualquiera sabe.
Y en ese momento, despistado al volante, frenando en el último instante porque no se había fijado en el semáforo, llega el pringao.

No hay golpe fuerte. Sólo el chirrido del frenazo sobre el asfalto. Riiiias...
Miro a mi derecha y veo que un coche, deteniéndose casi de milagro en el último momento, golpea ligeramente la moto por atrás.
Apenas un toque en el neumático de la rueda trasera. Cloc.
Lo justo para que, sin hacerle desperfectos visibles, la moto salga despedida tres o cuatro metros adelante, con el motero pateando a un lado y a otro en desesperado esfuerzo por mantener el equilibrio.
Y lo consigue, el tío.
Logra estabilizarse un trecho más allá, pasadas las marcas de pintura del paso de peatones, y desde allí se vuelve para comprobar qué diablos ha ocurrido.
Entonces ve el coche detenido donde antes se encontraba él, y al conductor que, petrificado, las manos agarrotadas en el volante y expresión estupefacta, lo mira reponiéndose del susto. Acojonado.

Entonces asisto a una escena memorable.
Con una sangre fría envidiable, tras quedarse unos instantes mirando hacia atrás como si no diera crédito a lo ocurrido, el mensaka se baja de la moto, la pone sobre la pata de cabra, echa un vistazo comprobando que no hay daños de importancia, y luego se acerca despacio al automóvil, tomándose su tiempo.
Es un tipo de aspecto rudo, vigoroso y con aparente buena salud.
El casco negro, del que sólo ha levantado la visera, refuerza su aspecto amenazador.
Y huelga señalar que, para entonces, los conductores de los tres o cuatro coches que estamos cerca seguimos el asunto con atención no exenta de morbo, haciendo cábalas sobre si el primer guantazo se lo va a dar el mensaka al conductor con la derecha o con la izquierda, o si se limitará a enumerarle a gritos la relación completa de sus muertos más conspicuos y frescos.
El del coche debe de andar en cálculos parecidos, pues permanece atrincherado tras el volante, igual de blanco que una hoja de papel marca El Galgo.
Y en ésas ocurre la cosa.

Siempre despacio, sin alterarse, el mensaka ha llegado a la altura del conductor y se inclina a mirarlo.
Éste es más bien de perfil tiñalpa, con poca chicha. Salta a la vista que no sabe qué hacer ni decir, y que teme le pongan la cara como un mapa de carreteras...
Entonces, cuando el motero tiene ya apoyada una mano en el abridor de la puerta, lo veo inclinarse un poco más, mirando hacia el asiento de atrás del vehículo.
Sigo la dirección de su mirada y descubro a dos enanos de ocho o diez años, niña y niño, sentados allí, con sus cinturones de seguridad puestos.
En ese momento, el mensaka hace una de esas cosas que a veces, hasta en los momentos más negros de la vida, puede reconciliarte con el ser humano.
Se queda inmóvil un instante, como pensándoselo, la mano aún puesta en la puerta del coche. Luego se yergue despacio, mira al conductor y le suelta esta frase inmortal:
«Un día te vas a matar, gamberro».

Y eso es todo.
Después, sin esperar respuesta -el otro sigue sentado, sin arrestos siquiera para balbucir una excusa-, el mensaka se dirige a la moto tan tranquilo como vino, echa un último vistazo para confirmar que no hay desperfectos, sube a ella, la pone en marcha y se va.
Yo meto la primera y arranco a mi vez, pues suenan detrás bocinas impacientes de coches, y veo al motero perderse en el tráfico, a la entrada de un túnel.
Entonces caigo en la cuenta de que ni siquiera he podido verle la cara.
Y pienso que es una lástima.
Me gustaría reconocerlo en cualquier calle, con la moto parada.
Aparcar cerca, señalar el bar más próximo e invitarlo a una caña.

NO CABE UN TONTO MÁS, de Arturo Pérez Reverte 10.1.11

Me van ustedes a disculpar -o no-, pero la culpa no la tiene el niño, ni sus padres. Alguien debería romper una lanza por esa familia; así que aquí me tienen, rompiéndola. En el asunto del profesor del instituto de La Línea que mentó el jamón en clase, ofendiendo la sensibilidad islámica de un alumno musulmán de trece años, los culpables son otros. Después de todo, el padre que puso una denuncia en comisaría, tras calificar de maltrato escolar el hecho de que se pronunciasen las impuras palabras jamón y cerdo en clase, no hacía otra cosa que demostrar que sabe muy bien dónde está. Que nos ha tomado el pulso. Los hipócritas somos nosotros, ciudadanos socialmente correctos y de limpia conciencia, que después de llenarnos la boca tragándolo todo hasta el fondo porque no vayan a decir que somos intransigentes, xenófobos y fachas, y por el resto del qué dirán, de pronto nos ponemos estrechos y tiquismiquis diciendo que no, oiga.
Por Dios. Ahora, la puntita nada más.

Esto es España, oigan.
Donde, como dice mi compadre Carlos Herrera, no cabe un tonto más, pues nos caeríamos al agua.
Cuando la familia del niño musulmán ofendido por el jamón dirigió sus pasos a la comisaría más próxima, de ingenua tenía lo justo. La movía la certeza absoluta de que, por descabellada que fuese su denuncia, tenía ciertas posibilidades de prosperar.
Y no puedo menos que darle la razón. Conociendo el patio.

El maestro, en primer lugar.
Menos mal que anduvo prudente y achantó la mojarra. Con la hiperprotección que en España dispensamos a los pequeños cabroncetes, que un niño se levante en clase y le quite la palabra al profesor que está hablando de Geografía y de climas adecuados para la cura del cochino, a fin de exigirle que no ofenda su sensibilidad religiosa, nos parece a muchos lo más natural del mundo.
O semos tolerantes, o no lo semos.
Respeto a la multiculturalidad, se llama eso. Y si al maestro se le ocurre levantar la voz para decirle al zagal que cierre el pico, o agarrarlo por el pescuezo si se pone flamenco y sacarlo al pasillo, calculen el desparrame. Docente fascista, violencia escolar, xenofobia en las aulas, tertulias de radio y televisión, Internet a tope. Se le cae el pelo, al profe.
Niño y encima musulmán, casi nada.
Si además llega a ser niña y con pañuelo en la cabeza, abre telediarios.

En cuanto a la policía, imaginen que son el cabo Ramírez, o como se llame, que está echándose un cigarrito en la puerta, y en ésas llega el padre de la criatura y dice que a su hijo le han mentado el jalufo en clase, y que es intolerable. Entonces usted, Ramírez, considera dos opciones. La primera que se le ocurre es mandar al padre y al hijo a tomar por saco; pero, lo mismo que el maestro, sabe perfectamente en qué país imbécil se juega los cuartos. También sabe que, si no se pone a disposición de cualquier fanático oportunista, tramitando tal clase de denuncias, puede ponerse a remojo: xenofobia policial, abuso de autoridad, prevaricación, nocturnidad -son las siete de la tarde- y alevosía. Titulares de prensa, y María Antonia Iglesias, descompuesta de belfo, llamándolo fascista y mala persona en la telemierda. Así que opta por la segunda opción, y tramita.
Cayéndosele la cara de vergüenza, pero resignado con su puto oficio y su puta España, va al día siguiente a tomarle declaración al maestro. Y que salga el sol por Antequera.

Ahora, el juez, fiscal o lo que sea.
Afortunadamente estaba de guardia uno normal, de los que no buscan salir en los periódicos. Y decidió, con sano criterio, hacer lo que no pudo el cabo Ramírez: mandar al demandante a tomar por saco, como la Justicia hace esas cosas: archivando la denuncia. Mi pregunta es qué habría ocurrido si en vez de tocarle al fiscal Fulano le hubiese caído al fiscal Mengano: uno de los que tocan otro registro y se la cogen con papel de fumar, por si acaso. De los que, en una discusión de tráfico, una conductora llama cabrón a un conductor, éste responde zorra, y empapelan al conductor por conducta machista. Dirán ustedes que es imposible. Que la denuncia del jamón no podía prosperar jamás. Vale. Piénsenlo despacio. Esto es España, recuerden. Paraíso de demagogos y cantamañanas, donde prospera todo disparate. Ahora díganme otra vez que la denuncia nunca iría adelante, por lo menos en fase de diligencias. Díganlo mirándome a los ojos.

Así que, en mi opinión, el digno musulmán hizo perfectamente. No arriesgaba nada. Y si cuela, cuela. Con suerte, incluso habría sacado una pasta para pagarse el viaje a La Meca con la familia. En todo caso, lo seguro es que en la comunidad islámica de su pueblo deben de tenerlo ahora por un hombre santo, honesto mahometano. Todo un tipazo.
De estar en su chilaba, yo también lo habría hecho.

TRES HOMBRES PELIGROSOS, de Arturo Pérez Reverte 4.1.11

Tengo en casa una foto grande, recortada de un viejo libro de fotografía cuyo título no recuerdo. También olvidé el nombre del autor, si llegué a saberlo.
La imagen pertenece a una serie sobre los movimientos revolucionarios en los años 20 del siglo pasado, y en ella aparecen tres hombres relativamente jóvenes, aunque el aspecto y la época los hagan parecer mayores. Dos llevan barbas poco espesas, todos usan gafas redondas con montura de acero, y visten con modestas y raídas ropas burguesas. No sé dónde se hizo la foto, ni la nacionalidad de los tres individuos, aunque recuerdo que el texto los identificaba como socialistas, o bolcheviques.
Puede tratarse de una escena tomada en el patio de una cárcel, o tal vez un recuerdo de camaradas. Hay en sus protagonistas algo clandestino. Están sentados muy juntos, fraternalmente agrupados ante la cámara del fotógrafo, que el del centro observa con una singular expresión de recelo y desafío: una mirada sombría, fanática. Es evidente que se trata de individuos convencidos de algo. Una causa común, una idea.
Sin la menor duda son hombres peligrosos.

Seguramente los mataron pronto. Si algo aprendí dando tumbos por el mundo, mochila al hombro, es a identificar a los que no sobreviven, o al menos llevan en el bolsillo las papeletas de la rifa. Esos tres las llevaban todas. Es probable que a poco de hacerse, o hacerles, aquella foto, alguien les diera matarile: quienes los fotografiaron en el patio de la cárcel, si es que estaban en una, o la policía de alguno de los países de Europa Central por los que se movían secretamente entre fronteras, trenes y falsos pasaportes. Fueron liquidados, tal vez, en una pensión de mala muerte, en un sucio callejón, en una comisaría tras pasar un rato incómodo diciendo sí y no en la sala de interrogatorios. Quizá se arrojaron por una ventana, o los arrojaron.
Solía ocurrir.
Gaseados por Hitler, fusilados por Stalin. Puede que alguno se pegara un tiro para no caer vivo en manos de alguien, aunque también el tiro pudieron pegárselo sus propios camaradas. Porque ésa es otra. Sus caras son de manual: duros, convencidos, en la edad justa. Aventureros de la utopía. Ni muy jóvenes, ni pasados de vueltas. Aún no veo rastro de fatiga. Por ello son peligrosos, como dije antes. De los imprescindibles en vísperas de una revolución, y que luego estorban. Aquellos que, tras hacer posible la toma del palacio de Invierno, acabaron picando piedra en Siberia, o en el sótano de la Lubianka con un tiro en la nuca. Aunque lo mismo, todo puede ser, fue uno de ellos quien despachó a los otros dos: el que antes despertó de la quimera.
Tal vez se denunciaron y mataron entre sí al cabo del tiempo, cuando rozaban el poder y cuajaba el sueño. Autocrítica pública antes del paredón. Quién sabe.
Son las vueltas y revueltas de su tiempo. De la vida.

Los veo mirarme con sus ojos jacobinos y miopes, encogidos uno junto a otro como si tuvieran frío, y pienso en lo que hicieron. Sobre todo, en lo que estuvieron a punto de hacer. Calculo el incendio magnífico que quisieron provocar. La hoguera terrible, necesaria y fallida con las astillas de tronos y confesonarios. Considero el sueño tenaz al que dedicaron sus vidas, el modo de perseguirlo, de inmolarse en él. Imagino la inteligencia, el coraje, el rencor, la desesperación con que esos tres hombres, y cuanto simbolizan, pusieron el viejo mundo patas arriba, abriendo las puertas a otro. Y pienso también cómo lo mejor del sueño se pudrió en contacto con la puerca condición humana, y cómo la aventura de la esperanza acabó en bufonadas grotescas, traiciones infames y estériles carnicerías sangrientas; en la mentira y el cinismo de gánsters convertidos en dictadores sin escrúpulos, en la estupidez suicida de las masas incultas, en el callejón sin salida donde los canallas oportunistas y demagogos, todavía un siglo después, en nuestras barbas, siguen destruyendo lo más noble, osado y libre que late en el ser humano.

Quizá por eso, mirar la foto me produce una extraña ternura.
Al poseer una información de la que sus protagonistas carecen, yo sé cuál es su destino. Puedo leer el futuro que ya fue, pintado en esos rostros hoscos hasta la inocencia, en las miradas fanáticas y peligrosas. En esa voluntad ingenua que tanto me conmueve adivinar, y que me reconcilia con muchas cosas de las que blasfemo a diario. Objetivamente, acaben como acaben, sé que esas tres pobres vidas anónimas no valdrán para nada. Su fotografía es el documento de un fracaso: la derrota irreparable del ser humano justo, valiente y libre. Pero sé también que, sin esa foto y cuanto simboliza, la fe en lo grande y temible que encierra el corazón del hombre no existiría.

Ése es mi orgullo melancólico. Nuestro consuelo.

miércoles, enero 12, 2011

VENTANA SOBRE EL MIEDO, de Eduardo Galeano

En un mundo que prefiere la seguridad a la justicia, hay cada vez más gente que aplaude el sacrificio de la justicia en los altares de la seguridad. En las calles de las ciudades se celebran las ceremonias. Cada vez que un delincuente cae acribillado, la sociedad siente alivio ante la enfermedad que la acosa. La muerte de cada malviviente surte efectos farmacéuticos sobre los bienvivientes. La palabra farmacia viene de pharmakos, que era el nombre que daban los griegos a las víctimas humanas de los sacrificios ofrendados a los dioses en tiempos de crisis.

La industria del miedo

El miedo es la materia prima de las prósperas industrias de la seguridad privada y del control social. Una demanda firme sostiene el negocio. La demanda crece tanto o más que los delitos que la generan, y los expertos aseguran que así seguirá siendo. Florece el mercado de las policías privadas y las cárceles privadas, mientras todos, quien más, quien menos, nos vamos volviendo vigilantes del prójimo y prisioneros del miedo.

Clases de corte y confección: cómo elaborar enemigos a medida

Muchos de los grandes negocios promueven el crimen, y del crimen viven. Nunca hubo tanta concentración de recursos económicos y de conocimientos científicos y tecnológicos dedicados a la producción de muerte. Los países que más armas venden al mundo son los mismos países que tienen a su cargo la paz mundial.
Afortunadamente para ellos, la amenaza de la paz se está debilitando, ya se alejan los negros nubarrones, mientras el mercado de la guerra se recupera y ofrece promisorias perspectivas de carnicerías rentables. Las fábricas de armas trabajan tanto como las fábricas que elaboran enemigos a la medida de sus necesidades.

El miedo global

* Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.
* Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.
* Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.
* Los automovilistas tienen miedo de caminar, y los peatones tienen miedo de ser atropellados.
* La democracia tiene miedo de recordar, y el lenguaje, miedo de decir.
* Los civiles tienen miedo a los militares, los militares tienen miedo a la falta de armas, las armas tienen miedo a la falta de guerras.

Es el tiempo del miedo

* Miedo de la mujer a la violencia del hombre, y miedo del hombre a la mujer sin miedo.
* Miedo a los ladrones, miedo a la policía.
* Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión, miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar.
* Miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo de morir, miedo de vivir…

El hambre desayuna miedo

El miedo al silencio aturde las calles. El miedo amenaza.
Si usted ama, tendrá sida.
Si fuma, tendrá cáncer.
Si respira, tendrá contaminación.
Si bebe, tendrá accidentes.
Si come, tendrá colesterol.
Si habla, tendrá desempleo.
Si camina, tendrá violencia.
Si piensa, tendrá angustia.
Si siente, tendrá soledad.

CANCIÓN DE LAS SIMPLES COSAS, de Armando Tejada Gómez y César Isella

Uno se despide, insensiblemente, de pequeñas cosas,
lo mismo que un árbol, en tiempos de otoño, muere por sus hojas.
Al fin, la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas,
esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón.
Uno vuelve siempre a los viejos sitios en que amó la vida,
y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas.
Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples, las devora el tiempo.
Espérame aquí, en la luz mayor de este mediodía,
donde encontrarás, con el pan, al sol, la mesa servida.
Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.

SOCIEDAD DE DERECHOS, de Camilo Blajaquis

La función de la sociedad no es otra
que alejarte de todo lo que exalta lo sublime
y adora ignorar esa rabia cultural
que es una gran arma de transformación masiva.
Es que en sociedad, lo único que se logra
es que se te contaminen las venas,
las ideas y los desahogos.
Todo lo urbano te perfora cada gramo
de conciencia y voluntad de torcer.
La única capacidad, única responsabilidad
y la única obligación que tiene la sociedades
mantener este reino de lo impotente
este cruel régimen de lo anti-natural.
Todos van guiados por rayos monetarios.
Las mentes son un eco eterno de clink-cajas
Y así se aleja ofendida la vida originaria.
Esa que no depende de adorar la obediencia
Y que detesta a ese eterno opresor disfrazado de moral.

TOMAMOS MATE...?, de Lalo Mir, por radio MItre, en "Lalo Bla Bla"

El mate no es una bebida. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse.
El mate es exactamente lo contrario que la televisión: te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás solo.
Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es "hola" y la segunda "¿unos mates?".
Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros.
Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan.
Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara.
Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno.
Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos; los buenos y los malos.
Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. Se lo das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón.
Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza: "¿Dulce o amargo?". El otro responde: "Como tomes vos".
Los teclados de Argentina tienen las letras llenas de yerba. La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre.
Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da.
La yerba no se le niega a nadie.
Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre, ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es que ha descubierto que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera.
Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solo. Pero debe haber sido un día importante para cada uno.
Por adentro hay revoluciones.
El sencillo mate es nada más y nada menos que una demostración de valores... Es la solidaridad de bancar esos mates lavados porque la charla es buena. La charla, no el mate. Es el respeto por los tiempos para hablar y escuchar, vos hablás mientras el otro toma y es la sinceridad para decir: ¡Basta, cambiá la yerba!".
Es el compañerismo hecho momento.
Es la sensibilidad al agua hirviendo.
Es el cariño para preguntar, estúpidamente, "¿está caliente, no?".
Es la modestia de quien ceba el mejor mate.
Es la generosidad de dar hasta el final.
Es la hospitalidad de la invitación.
Es la justicia de uno por uno.
Es la obligación de decir "gracias", al menos una vez al día.
Es la actitud ética, franca y leal de encontrarse sin mayores pretensiones que compartir.

¿TE SENTISTE INCLUÍDO?.... compartilo entonces con quienes alguna vez tomaste un mate.

TALARA, de Nicomedes Santa Cruz (Zona petrolífera del sur del Perú)

Talara, no digas "yes", mira al mundo cara a cara.
Soporta tu desnudez... y no digas "yes", Talara.
Mi raza, al igual que tú tiene sus zonas ajenas:
tú por petróleo en tus venas, yo por ser como Esaú.
A veces no es el Perú lo que está bajo tus pies.
Yo a veces cojo la mies para que otro se la coma.
Si sólo es nuestro el idioma Talara, no digas "yes".
Lo que ganas y te dan, recíbelo sin orgullo:
es un diezmo de lo tuyo, es migaja de tu pan.
Y si acaso un holgazán a patriota te retara,
deja que siga la piara en su cuadrúpeda insidia;
si el mundo entero te envidia, mira al mundo cara a cara.
Pero cuando tus entrañas ya no tengan más que dar,
y no haya qué perforar en tu mar ni en tus montañas;
cuando lagartos y arañas a la "rotaria" hagan prez;
cuando la actual fluidez se extinga como el ocaso,
contra el viento de "El Tablazo" soporta tu desnudez.
Ese día está lejano y ojalá no llegue nunca.
Más como todo se trunca pensemos en todo, hermano:
Si te dedicas al grano yo te traeré agüita clara,
y si en el desierto se ara te serviré de semilla,
y no dobles la rodilla.., y no digas "yes", Talara.

NO HAY JUSTICIA PARA LOS POBRES EN AMÉRICA, de Horacio Sacco

"¡No hay justicia para los pobres en América! ¡Oh, compañeros míos, continuad vuestra gran batalla! ¡Luchad por la gran causa de la libertad y de la justicia para todos! ¡Este horror debe terminar! Mi muerte ayudará a la gran causa de la humanidad. Muero como mueren todos los anarquistas, altivamente, protestando hasta lo último contra la injusticia.
Por eso muero y estoy orgulloso de ello! No palidezco ni me avergüenzo de nada; mi espíritu es todavía fuerte. Voy a la muerte con una canción en los labios y una esperanza en mi corazón, que no será destruida..."
                                                                                                                                     Nicola Sacco

Este es un pequeño homenaje a la memoria de Nicola Sacco, italiano, militante anarquista, zapatero y padre de familia, injustamente acusado junto a Bartolomeo Vanzetti de un crímen que jamás cometieron, por lo cual fueron ejecutados en la silla eléctrica en 1927. Desde entones sus nombres quedarían indisolublemente unidos en la memoria colectiva como expresión de indignación ante la injusticia. Aunque Sacco y Vanzetti hubieran cometido realmente aquel delito, no terminarían en la silla eléctrica por ello sino en su condición de POBRES, EXTRANJEROS Y ANARQUISTAS.
En 1977 -cincuenta años después de la ejecución- el Estado de la Unión se excusó públicamente por las graves fallas cometidas durante el proceso a Sacco y Vanzetti, proclamó su total y absoluta inocencia, y pidió históricas disculpas, salvando "el buen nombre y honor" de los mártires.
No hacía ninguna falta: Sacco y Vanzetti habitan la memoria de los pueblos, como símbolo y bandera de todo movimiento de liberación y del anarquismo internacional. Los pueblos no creen en historias oficiales.

SI DIOS FUERA UNA MUJER, de Mario Benedetti

¿Y si Dios fuera mujer?... pregunta Juan sin inmutarse…
Vaya, vaya, si Dios fuera mujer es posible que agnósticos y ateos
no dijéramos no con la cabeza y dijéramos sí con las entrañas.
Tal vez nos acercáramos a su divina desnudez
para besar sus pies no de bronce, su pubis no de piedra,
sus pechos no de mármol, sus labios no de yeso.

Si Dios fuera mujer la abrazaríamos
para arrancarla de su lontananza
y no habría que jurar
hasta que la muerte nos separe
ya que sería inmortal por antonomasia
y en vez de transmitirnos SIDA o pánico
nos contagiaría su inmortalidad.

Si Dios fuera mujer no se instalaría lejana en el reino de los cielos,
sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno, con sus brazos no cerrados,
su rosa no de plástico, y su amor no de ángeles.
Ay Dios mío, Dios mío..! Si hasta siempre y desde siempre
fueras una mujer, qué lindo escándalo sería,
qué venturosa, espléndida, imposible, prodigiosa blasfemia..!!!

NOCHEBUENA, de Eduardo Galeano

Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse.
En su casa lo esperaban para festejar.
Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás.
En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte, y esos ojos que pedían disculpas, o quizá pedían permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
-Decile a... -susurró el niño- Decile a alguien, que yo estoy aquí…!

COMO PÁJAROS EN EL AIRE, de Peteco Carabajal

Las manos de mi madre son como pájaros en el aire,
historias de cocina, entre sus alas heridas de hambre.
Las manos de mi madre saben que ocurre por las mañanas,
cuando amasa la vida, hornos de barro, pan de esperanza.

Las manos de mi madre llegan al patio desde temprano,
todo se vuelve fiesta cuando ellas vuelan junto a otros pájaros,
junto a los pájaros que aman la vida
y la construyen con el trabajo,
arde la leña, harina y barro,
lo cotidiano se vuelve mágico.

Las manos de mi madre me representan un cielo abierto
y un recuerdo añorado, trapos calientes en los inviernos.
Ellas se brindan cálidas, nobles, sinceras, limpias de todo.
¿Cómo serán las manos del que las mueve gracias al odio?

CREO, VIEJA, QUE TU HIJO LA CAGÓ, de Jorge Valdano

Juan Antonio Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió asegurarse el sueño de la noche previa a la del día del partido con medio somnífero, porque estaba inquieto, y no le faltaba razón.
El hábito lo des¬pertó a las siete de la mañana, e instantáneamente un cosquilleo nervioso en el estómago le anunció que era domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un poco más en la cama a pensar en el partido. Consumió varios minutos parando penaltys en idénticas versio¬nes. Era su sueño favorito, su fantasía recurrente: O-O faltando un minuto y penalty en contra; silencio ex¬pectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él en el aire abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de los aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones de cientos de aficionados; O-O final. A veces imaginaba lo mismo con ventaja de 1-O para su equipo, pero esa his¬toria le gustaba menos porque tenía que repartir la gloria con el compañero que había marcado el gol.
A Juan Antonio Felpa, obrero de Fábricas Unidas y portero del Sportivo Atlético Club, se le dibujaba una sonrisa estúpida cuando paraba penaltys mentalmente aunque él no se daba cuenta.
Se acordó del tiempo con la preocupación de un agricultor; saltó de la cama y se fue hasta la puerta rogando que no lloviera. Aquel 16 de septiembre de 1964, la primavera se había adelantado cinco días al calendario. Era una mañana irreprochable. Ese sol que invitaba a vivir, le recordó la enfermedad de su padre: “Día peronista” hubiera dicho él. Luego pasaría a visitarlo para hacerle olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico.
Entró a la humilde cocina a tomarse un té, como era su costumbre dominguera, sin poder sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista en un póster arrugado de Amadeo Carrizo que había pegado años atrás en la pared. Sin haberlo visto nunca jugar, había sido siempre hincha del River Plate.
Buenos Aires estaba a muchos kilómetros y a muchos pesos de distancia, pero él idealizaba la trayectoria del equipo capitalino y la de su portero legendario a través de la radio y de la revista El Gráfico. Como admirar es identificarse, Felpa se sentía el Carrizo del pueblo, le emulaba algunos gestos, y hasta había conseguido una gorra a cuadros parecida a la que el portero riverplatense usaba para defenderse del sol.
«Grande maestro», le murmuró Juan Antonio a la foto de Amadeo en el preciso instante que su mujer, con ojos todavía dormilones, entraba en la cocina:
-Hablás solo.
-No, pensaba.
Recibió el beso cariñoso y joven de Mercedes, y los dos hablaron durante largo rato de simples cosas suyas.
Juntos escucharon a Johnny Lombard anunciando el partido:
“A las cinco de la tarde, en el campo comunal Sportivo y Argentino de Las Parejas se juegan el título de Liga en el partido más esperado del año”.
Esa voz emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera importante. Piel de gallina se le ponía.
Todavía faltaban cinco partidos para que terminara el campeonato, y los dos equipos que dividían el pueblo: los celestes del Argentino y los verdirrojos del Sportivo compartían el primer puesto de la Liga Cañadense de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la vergüenza en juego, para definir de una vez por todas quién era quién en la Liga.
Desde hacía una semana no se hablaba de otra cosa. Circulaban las apuestas, se espesaban las bromas, y los más impacientes ya se habían cruzado algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se jugaba era el clásico más importante de los últimos tiempos.
-¿Que tal en la fábrica? -preguntó Mercedes.
-Y... esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.
Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer; entre otras cosas, que el patrón, palmeándole la espalda le había dicho:
“Juan, el domingo te tenés que portar, ¿eh?”…
Felpa era un buen tipo, de veintiséis años, casado no hacía mucho tiempo y con un niño de meses. De gustos sencillos, querido y popular, era de esa clase de hombres que teniendo poco no necesitan más. Se vistió con ropa de domingo, revisó la bolsa de deportes, olió con ganas y sin ruidos la habitación del hijo dormido, y se despidió de su mujer sin mucha ceremonia.
En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde convalecía su padre de una operación estomacal, recibió con paciencia consejos futbolísticos.
Recordaron aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con diez años, salió corriendo y se tiró de panza sobre una liebre, a la que el padre había apuntado y pretendía disparar con su vieja escopeta. La liebre se escapó y el imprudente proyecto de guardameta, que vivía abalanzándose sobre cualquier cosa, recibió una paliza de la que no se olvidaría nunca más. En esa época le empezaron a llamar Gato. Su padre, hombre de carácter fuerte, que amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al Argentino, nunca estuvo de acuerdo con que su hijo fuera portero, y no sólo porque le espantaba las liebres, sino porque siempre había pensado que los porteros eran medio imbéciles. Pero quería tanto a su único hijo, que mudó el prejuicio y terminó mirando los partidos desde detrás de la portería, aunque era más lo que molestaba con sus gritos que lo que respaldaba.
En la cama del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía mejor; pero no poder ver ese clásico, lo tenía algo excitado. Iba a tener que conformarse con abrir las ventanas de su habitación para interpretar los gritos que llegaran desde la cancha. A doscientos metros de distancia, era capaz de identificar, aguzando el oído, las jugadas peligrosas, el equipo que dominaba y, sin dudar, a qué equipo pertenecía el gol que se marcaba.
Treinta y cinco años viendo al Sportivo le habían enseñado mucho. Su pobre mujer tenía que soportar en silencio el relato aproximado que don Jesús hacía de las jugadas.
Juan Antonio se fue a la sede del club llevándose una última recomendación paterna:
-Métanle cinco goles, así no hablan nunca más.
En el camino volvió a fabricar un penalty en la cabeza. Siempre se tiraba hacia la derecha y apresaba entre sus manos el balón que llegaba a media altura.
“La esperanza es el sueño de los despiertos..!”, escuchó un día.
En la sede encontró más gente que nunca y un clima prebélico. Las manos se le posaban en los hombros como mariposas brutas y contestó con una sonrisa los comentarios de siempre:
“No te preocupes, que hoy ni se acercan...”.
A las cinco cerrará las persianas, ¿eh?...”
“¿A quién le ganaron ésos...?”
Llegó a la tranquilidad del restaurante y saludó a sus compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades cercanas a los que no veía desde el domingo pasado. Eran buena gente, pero él envidiaba la capacidad que tenía el Argentino para formar jugadores del pueblo. El Tano Perazzi lo explicaba bien:
“Los del pueblo juegan por la camiseta, y los de afuera juegan por la plata”.
Pero siempre había sido así, y, la verdad, mucha plata no había.
Comieron carne asada con ensalada, y después la Bruja Mirage, ex jugador y en aquel momento entrenador, dio la alineación y dijo las cuatro tonterías de siempre con tono de haber inventado el fútbol.
Los Felpa, padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había defendido el fútbol local. Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más contento estaba. Además, jugaba sin wínes, y tácticamente se equivocaba mucho. Los dos solían acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos en mitad del bar Victoria:
-¿Cómo te va, embrague?
-¿Por qué embrague? -preguntó el entrenador con poca prudencia.
-Porque primero metés la pata y después hacés los cambios- le soltó el Negro para que se riera todo el mundo.
Cómo sufrió el odio Mirage, esa vez…!
Los jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en cuatro coches particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por la puerta trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario empezaron a respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol.
El partido estaba cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios, se vistieron, se masajearon e hicieron movimientos de calentamiento como si se tratara de un ritual.
El Gato Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez en vez tiraba algún golpe al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y unos pantalones cortos acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de las caídas. No usaba guantes, ni entendía cómo se podía atajar con ellos.
Si alguien se lo preguntaba, había aprendido una frase que le gustaba repetir:
“Me quitan sensibilidad”.
Los hierros entre los que trabajaba durante la semana habían modelado manos fuertes, y a él le gustaba sentir la pelota entre sus dedos. El equipo, como era su costumbre, hizo un corro y todos encimaron las manos sobre las del capitán, para dar tres gritos de guerra que contribuían a darles confianza y a hacerlos sentir más juntos. De rebote, también valía para asustar a los del vestuario contiguo.
Se fueron para el túnel, con música de tacos de cuero sobre el suelo y cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron la cabeza estalló la mitad roja-verde del campo.
Los celestes ocupaban el lado opuesto y homenajearon a sus jugadores tres minutos después. Ahí estaba todo el pueblo.
Era día grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante semanas; banderas, papeles picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no faltaba nada.
El sermón arbitral fue breve: ”A jugar y a callar..!”, dijo a los capitanes en el centro del campo antes de sortear las porterías.
El griterío de la gente y la emotividad de lo que estaba en juego, dignificó en parte el fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los dos equipos trataban de aprovechar el descuido del adversario, pero, eso sí, sin descuidarse. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso, procesado futbolísticamente, da como resultado un partido trabado e impreciso.
Acertó don Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le resumió el primer tiempo a su mujer:
-Partido malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.
Se jugó mal, es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas se metían fuertes, y entre los jugadores se escucharon palabras duras.
El segundo tiempo pareció un poco más abierto, pero pisaron poco las áreas. Los dos equipos malograron alguna oportunidad, pero no fueron fruto de balones claros, sino de rebotes afortunados o de errores cometidos por piernas cansadas.
Pero de un clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo. Certero otra vez don Jesús, le advirtió a su paciente mujer; faltando unos quince minutos, que “todavía podía pasar cualquier cosa”.
En ese segundo tiempo, Juan Antonio se calzó la gorra, porque el sol estaba bajo y pegaba de frente.
Sus pocas intervenciones las había resuelto con sobriedad, salvo aquella pelota que llegó combada y despejó por encima del travesaño tirándose para atrás. Una parada más espectacular que difícil.
Desde atrás dio órdenes, animó a sus compañeros y en ningún momento perdió concentración. Hasta el momento de la jugada que nunca más olvidarían quienes estaban ahí, el partido no se había dado para que él se luciera.
Faltaban cuatro minutos para el final cuando el Gringo Santoni, siempre tan apresurado, despejó a córner sin necesidad. Había llegado ese momento en el cual, los menos interesados, miraban el reloj con ganas de que aquello terminara de una vez, los borrachos hablaban solos y los fanáticos estaban trepados a las vallas totalmente desencajados.
El córner venía fuerte y el Gato Felpa, todo hay que decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de camino. El Oso Antuña, defensor central del Argentino, no necesitó saltar para cabecear seco al ángulo cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura no podía marcar a nadie por arriba, y que en los córners era el encargado de cuidar el primer palo, supo instintivamente que con la cabeza jamás podía llegar a esa pelota, y la despejó de un manotazo.
¡Penalty..!
Aquello calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos y hasta calló a los borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta, y la gente del Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les dieran una mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía de Juan Antonio Felpa.
El sol, del otro lado de la cancha, se había caído detrás de los cipreses, y Felpa, parado en el centro de la línea de meta, se quitó la gorra muy resuelto y la tiró adentro de la portería. Sintió un frescor agradable en la cabeza sudada, y quizá por eso experimentó la fe de los héroes.
A once metros de distancia, el Befo Nieva ya estaba frente a la pelota. Se cruzaron una mirada huidiza, medio cómplice y medio asesina.
Juan Antonio Felpa flexionó levemente las rodillas, y con los ojos fijos en el lanzador escuchó la orden del árbitro. Ya tenía la decisión tomada.
Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya volaba en la dirección del sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la pelota en el aire, y antes de caer al suelo sintió, como un relámpago, la alegría más grande de su vida.
Ahora era la mitad rojo-verde del campo la que se había puesto de fiesta al grito de «Felpa», «Felpa», «Felpa».
Yo no sé lo que le pasó en ese momento, porque en veinticinco años nadie logró hablar con él del tema sin que se enfadara, pero para mí que esos gritos lo confundieron, y eso lo llevó a tomar el camino más absurdo de su vida. Lo cierto es que se levantó del suelo endiosado, y queriendo prolongar ese momento mágico, cometió el error de ir a buscar la gorra dentro de la portería con la pelota debajo del brazo.
El árbitro dudó antes de dar el gol, y el campo entero tardó en echarse las manos a la cabeza, entre eufóricas risas celestes y sorprendidos lamentos verdirojos.
El extraño coro de murmullos que quedó flotando en el ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa, que había sufrido con el penalty (“hay que reconocer que fue justo, vieja”) y se había alegrado con el paradón.
Intuyó que algo malo había pasado, y con una mínima esperanza de haberse equivocado, miró a su santa mujer y le comentó entre triste y preocupado:
Creo, vieja, que tu hijo la cagó.

LA PENA DE MUERTE, de María Elena Walsh

Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra autorizado por los doctores de la ley, y a la vista de mis hijos.
Me arrojaron a los leones por profesar una religión diferente a la del Estado.
Fui condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco.
Fui descuartizado por rebelarme contra la autoridad colonial.
Fui condenado a la horca por encabezar una rebelión de siervos hambrientos. Mi señor era el brazo de la Justicia.
Fui quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un contubernio católico-protestante.
Fui enviada a la guillotina porque mis Camaradas revolucionarios consideraron aberrante que propusiera incluir los Derechos de la Mujer entre los Derechos del Hombre.
Me fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de unitarios.
Me fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa de una interna de federales.
Me suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente.
Fui enviado a la silla eléctrica a los veinte años de mi edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en un hombre de bien, como suele decirse de los embriones en el claustro materno.
Me arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los verdugos.
Me condenaron de facto por imprimir libelos subversivos, arrojándome semivivo a una fosa común.
A lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la pena capital.
Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable.
Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar.
Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas.

PLANTA UN ÁRBOL, de Antonio Alejandro Gil

Planta un árbol, convencido,
aunque el sitio en que lo plantes
no sea tuyo, y mueras
antes de verlo florecido.

Que hará un pájaro su nido
a su abrigo acogedor,
que a un hombre trabajador
será su sombra propicia,
y que siempre beneficia
lo que se hace por amor.

FUNES, EL MEMORIOSO, de Jorge Luis Borges

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado: sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera.
Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada, y singularmente remota, detrás del cigarrillo.
Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado.
Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental.
Recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre.
Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887...
Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será, acaso, el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes.
Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo, género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo.
Literato, cajetilla, porteño, Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras.
Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo ", No lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.
Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur; ya se enloquecían los árboles.
Yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe, oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto. Alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites.
Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco".
La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie, y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores.
Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado...
Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria, yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César, y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista.
Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84". Ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente.
La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g.
Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.
El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone: el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor.
Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana.
Esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito, llegué al segundo patio. Había una parra: la oscuridad pudo parecerme total.
Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo: esa voz hablaba en latín. Esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra: mi temor las creía indescifrables, interminables.
Después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo XXIV del libro VII de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria: las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba: creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo.
La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil. Yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato, que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche. Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez.
Con evidente buena fe se maravilló que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios: no me hizo caso.)
Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles. Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra.
Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española, que sólo había mirado una vez, y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples: cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños.
Dos o tres veces había reconstruido un día entero. No había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero.
Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente.
Lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio.
No sé cuántas estrellas veía en el cielo. Esas cosas me dijo: ni entonces ni después las he puesto en duda.
En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos. Es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.
Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas...
Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los "números" El Negro Timoteo o manta de carne.
Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo XVII postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo.
En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil.
Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez. Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero: Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.
Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres: nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano.
Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban (Repito que el menos importante de sus recuerdos, era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea: en esa dirección volvía la cara para dormir.
También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente. Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra. Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado.
Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868: me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides.
Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria. Me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

CON PERMISO, de Mario Benedetti

Está prohibido escribir sobre cierta violencia, así que voy a hablar de la violencia permitida.

El violento autorizado asiste comprensivo y curioso a tus cartas de amor,
acaricia contigo los muslos de tu novia,
escucha tus murmullos, tus desfallecimientos.
Duro e infeliz, se introduce doméstico en tu casa
pobre gendarme de repente promovido al horror manoseador
de secretos y mayólicas, a veces ladroncito sin vocación
ni melancolía, recién llegado al crimen rico del miedo,
el violento autorizado ve con preocupación el camello
que pasa por el ojo de la aguja, y ordena un silencio sin fisuras,
para poder vociferarte en el oído,
su higiénico entusiasmo por la libertad
Deja el corazón en el hogar junto a los menos,
o en el apartamento de su hembrita tercera,
a fin de no comprometerlo cuando ultima
a los heridos de ojos abiertos.

El violento autorizado, poro a poro te odia, pero sobre todo
se aborrece a sí mismo, y como todavía no puede reconocerlo
sabe que en el espejo ha de encontrar, puntual,
su arcada indivisible su minifundio de vergüenza.
Tortura así, con la boca seca, malbaratando de ese modo
sus insomnios, y sabiendo, muy en el fondo, que todo
es una gran postergación inútil, porque la historia no es impaciente, pero mantiene sus ficheros al día.
El violento autorizado tiene una descomunal tijera
para cortar las orejas de la verdad, pero después,
no sabe qué hacer con ellas.
No entiende de símbolos, y lo bien que hace,
porque todo, las calles, las ventanas, los ojos, las paredes,
el cielo, los puños, los dientes, son mercados de símbolos,
son ferias donde el futuro se ofrece como pichincha inesperada.

El violento autorizado se mete en sus metales,
en sus fortalezas semovientes, en su noche expugnable,
pero como deja un huequito para respirar,
por ahí se cuela no la bala perdida, sino el guijarro.
Tiene miedo, y lo bien que hace…!!
El violento autorizado posee una formidable
computadora electrónica, capaz de informarle
qué violencia es buena y qué violencia es mala
y por eso prohíbe nombrar la violencia execrable.
La computadora por ejemplo advirtió que este poema
trataba de la violencia buena.

QUE ME PALPEN DE ARMAS, de Oscar Martínez (con música de Lito Vitale)

Creo en el amor como en la experiencia más maravillosa de la existencia, como generador de toda clase de alegrías. Y en el amor correspondido como la felicidad misma.
Pero no fui educado para él, ni para la felicidad, ni para el placer, porque fui advertido malamente contra la entrega y el gozoso abandono que supone.
Cada día, entonces, todavía, es una ardua conquista, una transgresión, una desobediencia debida a mí mismo, una porfía. La laboriosa tarea de desaprender lo aprendido, el desacato a aquel mandato primario y fatal, aquel dictamen según el cual se gana o se pierde, se ama o se es amado, se mata o se es muerto.
La vida, por tanto, no me ha endurecido. Ese sea, tal vez, mi mayor logro.
Que me palpen de armas.
Dejo a un lado, si es que alguna vez tuve o me queda, toda arma que sirva para volverse temible, para someter, para acumular, para ser poderoso, para triunfar en un mundo de mano armada, en el que la felicidad se compra con tarjeta de crédito.
No quiero que la lucidez me cueste la alegría, ni que la alegría suponga la necedad o la ceguera...
Pero no me es fácil: me cuesta vivir a contratiempo con la sensación de ser testigo de un desatino histórico gigantesco, de un extravío descomunal, tan irracional, absurdo o desolador como la bomba de neutrones.
No entiendo al mundo.
Me parece, como dice Serrat, que ha caído en manos de unos locos con carnet.
Me siento ajeno a la debacle, pero en el medio de ella. Mi vida es apenas un instante en el océano del tiempo, y es como si quisiera que ese instante fuera sereno y hondo en el medio de una ensordecedora discoteca o de un holocausto definitivo, siempre a punto de estallar.
Me desazona la banalización de la vida, el pavoneo de la insensatez, el triunfo de la prepotencia y de la ostentación. La deshumanización salvaje de los poderosos, la aceptación y el elogio del "sálvese quien pueda".
La práctica y la prédica del desamor y de la histeria. Me descorazona la idiotez colectiva, la idealización de lo superfluo, el asesinato de la inocencia. El descuido suicida de lo poco que merecía nuestro mayor esmero. El desconocimiento o el olvido de nuestra propia condición.
Me conmovió, no hace tanto, que el cosmólogo Sagan, en un artículo extenso escrito como desde un punto perdido en el infinito del espacio, desde el cual el mundo se observa como una bolita cachuza, terminara diciéndonos: "Besen a sus hijos..!”
Escuchemos a esos hombres; sigámoslos.
Leamos a los poetas. No permitamos que el misterio de la existencia deje de estremecernos cada día, porque es el costo más alto que podemos pagar por nuestra necedad y nuestra omnipotencia.
La vida de un árbol merece nuestra devoción y nuestro más grande regocijo: al amparo gozoso de su sombra, acariciados por la tibieza de la luz del sol, y arrullados por el sonido mágico e irrepetible de su follaje mecido por la mano invisible del viento, estaremos a salvo de la alienación y de la orfandad.
Siempre y cuando seamos capaces de apreciar esa gloria, mientras nos sea posible de reconocer en ella nuestra mayor riqueza.
Que la muerte no nos hiera en vida.
Que la ferocidad no nos pueda el alma.
Que nada troque nuestra dicha de estar despiertos.
Que una caricia nos atraviese como una flecha jubilosa y radiante.
Besemos a los que amamos.
Amémonos..!!