NUEVO ESPACIO PARA COMPARTIR

En esta foto se ven las montañas "abriendo sus puertas" para que entre la ruta y el río juntos al pueblo, quizás el más lindo de la Argentina, colgado al pie de esa piedra impresionante que es el cerro Fitz Roy.
Ese pueblo que nos invita a pasar es El Chaltén, en la patagónica Santa Cruz.
Esta página, es como esa puerta, que permite mirar en el lugar en que subo algunas de las cosas de mi archivo personal, que me acompaña a todas partes. La mayor parte de ellas, pertenecen a otra gente; otras, las menos, son propias.
Algunas, a algunos cercanos a mi vida, a mis afectos. A una parte de ellas, algunos hábiles talentosos les han puesto música.
Otras no la precisan.
Seguiré buscando y subiendo otras cosas por allí, nuevas y no tanto, las que de a poco se irán haciendo mías también.
Espero que las disfruten tanto como las disfruto yo.
Y si quieren subir algún comentario, será bienvenido..!
(rt)




martes, agosto 30, 2011

PENUMBRAS, de Sandro y Anderle

La noche se perdió en tu pelo,
la luna se aferró a tu piel,
y el mar se sintió celoso,
y quiso en tus ojos, estar él también...

Tu boca, sensual, peligrosa,
tus manos la dulzura son.
Tu aliento, fatal fuego lento
que quema mis ansias y mi corazón.

Ternura que sin prisa apuras,
caricias que brinda el amor.
Caprichos muy despacio dichos
entre la penumbra de un suave interior.

Te quiero, y ya nada me importa.
la vida lo ha dictado así.
Si quieres, yo te doy el mundo,
pero no me pidas que no te ame así.

IMAGINE, de John Lennon

Imagine there's no heaven,
it's easy if you try
No hell below us,
above us only sky
Imagine all the people living for today

Imagine there's no countries,
It isn't hard to do.
Nothing to kill or die for,
and no religion too
Imagine all the people living life in peace

You may say I'm a dreamer,
but I'm not the only one,
I hope some day you'll join us
And the world will be as one

Imagine no possessions,
I wonder if you can.
No need for greed or hunger
a brotherhood of man
Imagine all the people sharing all the world

You may say,,I'm a dreamer
but I' m not the only one,
I hope some day you'll join us,
and the world will live as one.

YO NUNCA SUPE MÁS DE TÍ, de Sergio Denis

Tú, que renunciaste a todo por seguirme a mí,
tú que me diste sueños y me diste paz,
y que estuviste siempre cuando te llamé.
Yo, no sé si te busqué por soledad o por qué,
tal vez me equivoqué no quise hacerte mal,
yo, simplemente, te necesité...

No, no pienses nunca que yo te mentí,
yo cuando dije amarte lo sentí,
equivocado o no, sé que te amé...
Hoy, en el vacío que mi vida es,
como quisiera volver a empezar,
volverme a enamorar, a enamorar..

Yo, no sé si te busqué por soledad o por qué,
tal vez me equivoqué no quise hacerte mal,
yo, simplemente, te necesité...

Y ahora que estoy solo, en el silencio de este cuarto vacío
recuerdo todas nuestras cosas: nuestro primer encuentro,
nuestro primer día, nuestro primer beso,
nuestras primeras caricias,
tu vergüenza y la mía y tu risa, y tu risa...

No, no pienses nunca que yo te mentí,
yo cuando dije amarte lo sentí,
equivocado o no, sé que te amé...
Hoy, en el vacío que mi vida es,
como quisiera volver a empezar,
volverme a enamorar, a enamorar...

Cómo quisiera volver a empezar,
pero yo nunca supe más de tí.

lunes, agosto 29, 2011

DEL CIELO A LOS ANDENES, de Marcelo Boccanera

Apretando los ojos, cerrándolos bien fuerte,
tirando pa' delante, vuelvo a ir
a deshilvanar nuevos desafíos,
a enfrentar al tablero de ajedrez,
dando al filo de este amor mío.

Derrumbando paredes que crecieron sin dueño
como un ser insolente vuelvo a ir,
a descubrir el fin de los caminos,
a respirar el aire que quedó;
después de tanto gris hay mucho frío.

Y voy a cancelar las lluvias y los trenes
que siempre han ido en rumbo equivocado,
vaciándonos del cielo a los andenes.
Y voy a desnudar la piel y la locura,
a hacer bien lo hondo de cada razón,
poniendo una cuota de cordura,
el resto lo pondrá mi corazón.

Atestiguando el paso que marcan mis zapatos,
fortaleciendo el alma vuelvo a ir,
a ser del tiempo un nuevo compañero,
a destejer el oído y la traición,
a festejar la mujer que quiero.

Acudiendo a la vida a calmar su alarido,
entorpeciendo el llanto vuelvo a ir,
a desamar la luz que va conmigo
para que el viento sople tu canción,
llevando la verdad como un abrigo.

RETRATO DE UN HÉROE, de Arturo Pérez Reverte - 29.8.11

Hay héroes en la vida real. No sólo en el cine, la tele o la literatura.
Usted y yo nos cruzamos con ellos con frecuencia, sin reconocerlos.
Es injusto, pero así son las cosas. La gente debería llevar su biografía escrita en la cara. En la mirada. A veces la lleva, pero no todo el mundo sabe leer allí. Pocos lo hacen.
De cualquier modo, las biografías visibles no son el caso. Los héroes pasan por nuestro lado sin que reparemos en ellos. Se sientan en la terraza del bar, se sujetan a la barra del metro o hacen cola en la oficina del paro, como tantos.
Conozco a uno con pinta de pobre diablo: un emigrante rumano que se busca la vida trabajando de albañil en lo que puede. Es joven, de maneras toscas. Un día, camino de la obra, vio que una anciana, a la que no conocía de nada, quería tirarse por la ventana de un tercer piso. El hombre trepó arriba como pudo y la estuvo sosteniendo, jugándose la vida en el vacío, hasta que llegaron los vecinos y los bomberos. Después se fue a acarrear ladrillos, como cada día, y agachó la cabeza cuando el capataz lo abroncó por llegar tarde.
Sé de otro héroe, entre tantos, con el que se cruzan algunos de ustedes de vez en cuando. Lleva casi treinta años salvando vidas, pero no se le nota.
Es un tipo callado. Discreto. Supongo que nunca me perdonaría que diese aquí su nombre, así que ni lo intento. Baste decir que hay quien lo admira y quien lo ama. Quien le lleva la cuenta de los rescates que ha realizado en el mar. Unos cuatro mil, calculan. Primero como buceador y luego en Salvamento Marítimo.
De manzanilla man, que dicen allí; porque, como las bolsitas de infusión, lo cuelgan con un cabo desde un helicóptero y lo sumergen en el agua para que trinque a la gente.
Duro que te rilas, imagínense.
El pavo. Una vez salió su foto en los periódicos, sujetando los intestinos de un fulano al que llevaban en una zodiac camino del buque hospital Esperanza del Mar.
Antes de evacuar al herido tuvo que reducir a hostias al tripulante que se paseaba por la cubierta del pesquero con un ataque de delirium tremens, llevando en la mano el cuchillo con el que acababa de rajar a su colega.
Hace un tiempo, el helicóptero donde volaba con tres compañeros cayó al agua frente a la costa de Almería. Cosas de la mala suerte. De que salga tu número.
Nuestro héroe es un hombre entrenado para esa clase de situaciones: sabe cosas que el común de los mortales ignoramos. Así que las puso en práctica por instinto de adiestramiento. Se llenó el pecho de aire segundos antes del impacto, hiperventiló mientras se inundaba la cabina, se zafó del arnés que lo ataba al helicóptero que se hundía, y subió a una balsa salvavidas. Allí cogió un cuchillo y una linterna, se quitó el chaleco inflado para poder sumergirse, y tras palpar la carne levantada en su cuero cabelludo y comprobar que pese al golpe y las heridas estaba entero, buceó de nuevo en busca de sus compañeros.
No los encontró. Agotado, volvió a la balsa.
No usó las bengalas de mano porque sabía que flotaba en una mancha de queroseno.
Lanzó una con paracaídas, se tumbó en la balsa y aguardó haciendo señales intermitentes con la linterna. Rescatado por una patrullera de la Guardia Civil, sus palabras en el hospital fueron «¡Cosedme ya, joder!... ¡Tengo que ir a por mis compañeros!».
Pero los tres habían muerto en el impacto.
Hubo medallas con distintivo rojo para los cuatro. Los muertos y el superviviente.
A menudo queda alguien para contarlo, aunque éste sea poco amigo de contar.
Aquel día, el telediario apenas mencionó la noticia: un helicóptero de rescate caído al mar y tres palabras del ministro del ramo. Punto.
Nada sobre quiénes eran los tres desaparecidos, qué los llevó a la muerte, cuántas vidas salvaron jugándosela durante años y años. Nada sobre el cuarto hombre. El que seguía vivo. El que se lamía las heridas.
Por aquellos días aún lo copaba todo el terremoto de Haití, más espectacular y vistoso. Comparados con las conexiones en directo desde Puerto Príncipe, tres rescatadores muertos eran poca cosa.
Para lo que sí hubo espacio fue para que la tele y los periódicos se ocuparan de las andanzas de Brad Pitt y Angelina Jolie. Sus vacaciones solidarias en no sé dónde.También en Haití, me parece.
Tan humanitarios ellos. Tan guapos y tan fashion.
Hágase un favor, estimado lector. A usted mismo. Cuando vaya hoy a tomar un café, una caña o lo que sea, preste atención al apoyarse en la barra del bar o la cafetería.
Tal vez haya a su lado un hombre o una mujer, solos o acompañados, mojando un churro en la taza, despachando un pincho de tortilla o tomándose una aspirina.
Tipos normales, como usted o como yo. Gente de infantería.
Obsérvelos de reojo y con respeto, porque nunca se sabe.
Quizá esté mirando a un héroe.

miércoles, agosto 24, 2011

A HOMERO, de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo

Fueron años de cercos y glicinas,
de la vida en orsay, del tiempo loco.
Tu frente triste de pensar la vida
tiraba madrugadas por los ojos...
Y estaba el terraplén con todo el cielo,
la esquina del zanjón, la casa azul.
Todo se fue trepando su misterio
por los repechos de tu barrio sur.

Vamos, vení de nuevo a las doce...
Vamos que está esperando Barquina.
Vamos, ¿no ves que Pepe esta noche,
no ves que el viejo esta noche
no va a faltar a la cita?
Vamos, total, al fin, nada es cierto,
y estás, hermano, despierto juntito a Discepolín...

Ya punteaba la muerte su milonga,
tu voz calló el adiós que nos dolía;
de tanto andar sobrándole a las cosas,
prendido en un final, falló la vida.
Yo sé que no vendrás pero, aunque cursi,
te esperará lo mismo el paredón.
Y el tres y dos de la parada inútil,
y el resto fraternal de nuestro amor...

EL CORAZÓN AL SUR, de Eladia Blázquez

Nací en un barrio donde el lujo fue un albur,
por eso tengo el corazón mirando al sur.
Mi viejo fue una abeja en la colmena,
las manos limpias, el alma buena...
Y en esa infancia, la templanza me forjó,
después la vida mil caminos me tendió,
y supe del magnate y del tahúr,
por eso tengo el corazón mirando al sur.

Mi barrio fue una planta de jazmín,
la sombra de mi vieja en el jardín,
la dulce fiesta de las cosas más sencillas,
y la paz en la gramilla, de cara al sol.
Mi barrio fue mi gente que no está,
las cosas que ya nunca volverán...
Si desde el día en que me fui
con la emoción y con la cruz,
¡yo sé que tengo el corazón mirando al sur!

La geografía de mi barrio llevo en mí,
será por eso que del todo no me fui:
la esquina, el almacén, el piberío...
los reconozco... son algo mío...
Ahora sé que la distancia no es real,
y me descubro en ese punto cardinal,
volviendo a la niñez desde la luz,
teniendo siempre el corazón mirando al sur.

martes, agosto 23, 2011

SOBRE IMBÉCILES Y MALVADOS, de Arturo Pérez Reverte - 22.8.11

No quiero, señor presidente, que se quite de en medio sin dedicarle un recuerdo con marca de la casa.
En esta España desmemoriada e infeliz estamos acostumbrados a que la gente se vaya de rositas después del estropicio.
No es su caso, pues llevan tiempo diciéndole de todo menos guapo.
Hasta sus más conspicuos sicarios a sueldo o por la cara, esos golfos oportunistas -gentuza vomitada por la política que ejerce ahora de tertuliana o periodista sin haberse duchado- que babeaban haciéndole succiones entusiastas, dicen si te he visto no me acuerdo mientras acuden, como suelen, en auxilio del vencedor, sea quien sea.
Esto de hoy también toca esa tecla, aunque ningún lector habitual lo tomará por lanzada a moro muerto.
Si me permite cierta chulería retrospectiva, señor presidente, lo mío es de mucho antes.
Ya le llamé imbécil en esta misma página el 23 de diciembre de 2007, en un artículo que terminaba: «Más miedo me da un imbécil que un malvado».
Pero tampoco hacía falta ser profeta, oiga.
Bastaba con observarle la sonrisa, sabiendo que, con dedicación y ejercicio, un imbécil puede convertirse en el peor de los malvados.
Precisamente por imbécil.
Agradezco muchos de sus esfuerzos.
Casi todas las intenciones y algunos logros me hicieron creer que algo sacaríamos en limpio. Pienso en la ampliación de los derechos sociales, el freno a la mafia conservadora y trincona en materia de educación escolar, los esfuerzos por dignificar el papel social de la mujer y su defensa frente a la violencia machista, la reivindicación de los derechos de los homosexuales o el reconocimiento de la memoria debida a las víctimas de la Guerra Civil.
Incluso su campaña para acabar con el terrorismo vasco, señor presidente, merece más elogios de los que dejan oír las protestas de la derecha radical.
El problema es que buena parte del trabajo a realizar, que por lo delicado habría correspondido a personas de talla intelectual y solvencia política, lo puso usted, con la ligereza formal que caracterizó sus siete años de gobierno, en manos de una pandilla de irresponsables de ambos sexos: demagogos cantamañanas y frívolas tontas del culo que, como usted mismo, no leyeron un libro jamás.
Eso, cuando no en sinvergüenzas que, pese a que su competencia los hacía conscientes de lo real y lo justo, secundaron, sumisos, auténticos disparates.
Y así, rodeado de esa corte de esbirros, cobardes y analfabetos, vivió usted su Disneylandia durante dos legislaturas en las que corrompió muchas causas nobles, hizo imposibles otras, y con la soberbia del rey desnudo llegó a creer que la mayor parte de los españoles -y españolas, que añadirían sus Bibianas y sus Leires- somos tan gilipollas como usted.
Lo que no le recrimino del todo; pues en las últimas elecciones, con toda España sabiendo lo que ocurría y lo que iba a ocurrir, usted fue reelegido presidente.
Por la mitad, supongo, de cada diez de los que hoy hacen cola en las oficinas del paro.
Pero no sólo eso, señor presidente.
El paso de imbécil a malvado lo dio usted en otros aspectos que en su partido conocen de sobra, aunque hasta hace poco silbaran mirando a otro lado.
Sin el menor respeto por la verdad ni la lealtad, usted mintió y traicionó a todos.
Empecinado en sus errores, terco en ignorar la realidad, trituró a los críticos y a los sensatos, destrozando un partido imprescindible para España.
Y ahora, cuando se va usted a hacer puñetas, deja un Estado desmantelado, indigente, y tal vez en manos de la derecha conservadora para un par de legislaturas.
Con monseñor Rouco y la España negra de mantilla, peineta y agua bendita, que tanto nos había costado meter a empujones en el convento, retirando las bolitas de naftalina, radiante, mientras se frota las manos.
Ojalá la peña se lo recuerde durante el resto de su vida, si tiene los santos huevos de entrar en un bar a tomar ese café que, estoy seguro, sigue sin tener ni puta idea de lo que vale.
Usted, señor presidente, ha convertido la mentira en deber patriótico, comprado a los sindicatos, sobornado con claudicaciones infames al nacionalismo más desvergonzado, envilecido la Justicia, penalizado como delito el uso correcto de la lengua española, envenenado la convivencia al utilizar, a falta de ideología propia, viejos rencores históricos como factor de coherencia interna y propaganda pública.
Ha sido un gobernante patético, de asombrosa indigencia cultural, incompetente, traidor y embustero hasta el último minuto; pues hasta en lo de irse o no irse mintió también, como en todo.
Ha sido el payaso de Europa y la vergüenza del telediario, haciéndonos sonrojar cada vez que aparecía junto a Sarkozy, Merkel y hasta Berlusconi, que ya es el colmo.
Con intérprete de por medio, naturalmente.
Ni inglés ha sido capaz de aprender, maldita sea su estampa, en estos siete años.

lunes, agosto 22, 2011

SILLA EN LA VEREDA, de Roberto Arlt

Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de "buenas noches, vecina", el político e insinuante "¿cómo le va, don Pascual?".
Y don Pascual sonrie y se atusa los "baffi", que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va.
Llegaron las noches...
Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también.
Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del "te quiero".
Fulería poética, eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina.
Esto es todo y nada más.
Fulería poética, encanto misho, el estudio de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.
Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el "jovie". Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice:
-Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al "propietario de al lado"; silla que se ofrece al "joven" que es candidato para ennoviar; silla que la "nena" sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa "linuya", en una charla agradable, mientras "estrila la d'enfrente" o murmura "la de la esquina".
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: "¡Pero, hija! ocupás toda la vereda".
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad ciudadana.
En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo.
¿Quién no se para a saludar? ¿Cómo ser tan descortés?
Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en hablar?
Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: "No, no se molesten".
Pero, ¿qué? ya fue volando la "nena" a traerle la silla.
Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas conversaciones? En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta.
¡Y usted que pasaba para saludar!
Tenga cuidado. Por ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de "jovies" tanos y galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex barrenderos y peones municipales, todos en mangas de camiseta, todos cachimbo en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapados.
Un bandoneón rezonga broncas carcelarias en algún patio.
En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera.
Los "jovies", funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la lata sobre "eregoyenisme".
Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda, piensa amarguras.
Y este es otro pedazo del barrio nuestro.
Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco.
Los corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos...

CAUSA Y SINRAZÓN DE LOS CELOS, de Roberto Arlt

Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de celos, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágrimas y truenos de recriminaciones.
Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debilidad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso.
De cualquier manera; el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psicología individual.
Puede establecerse esta regla: cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.
La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y trastorna la vida de un individuo poco acostumbrado a tales descargas y cargas de emoción.
La mujer llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo.
Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda "su" felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco.
Ahora bien, en tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico.
Algo igual ocurre en el celoso.
Con la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte.
Siempre ocurre esta catástrofe mental con los pequeños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experiencia.
Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo mecanismo psicológico no conoce.
Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para enamorarse, sino a las "vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que "puede" componerse el alma femenina.
(Conste que digo "de que puede componerse", no de que se compone...)
Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida con sus estupideces infundadas.
Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior intelectualmente a él.
En síntesis, el celo es la envidia al revés.
Lo más grave en la demostración de los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer.
La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimiento.
Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido".
A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una normalidad que raras veces deja algo que desear, o terminan para mejor tranquilidad de ambos.
Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos subterráneos que nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una educación de práctica de la voluntad.
Esta educación "práctica de la voluntad" es frecuentísima entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su voluntad y sus intereses de tal manera que envejecen a la espera de marido, en celibato rigurosamente mantenido.
Se dicen: "Algún día llegará".
Y en algunos casos llega, efectivamente, el individuo que se las llevará contento y bailando para el Registro Civil, que debía denominarse "Registro de la Propiedad Femenina".
Sólo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas.
El resto, clase media, superior, por excepción alberga semejante sentimiento.
Durante el noviazgo muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente. Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un bobalicón que sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos.
Ciertamente, hay individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues jamás resuelven nada serio.
Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimonio (algunas antes) pierden por completo los celos.
Algunas, cuando barruntan que los esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:
- Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También, una no los va a tener todo el día pegados a las faldas... -
Y los "chicos grandes" se divierten...
Más aún, se olvidan de que un día fueron celosos...
Pero este es tema para otra oportunidad.

domingo, agosto 21, 2011

NO TE OLVIDES DE SER FELIZ, de Pablo Neruda

Muere lentamente quien no viaja,
quien no lee, quien no escucha música,
quien no halla encanto en si mismo.
Muere lentamente quien destruye su amor propio,
quien no se deja ayudar.
Muere lentamente quien se transforma en esclavo del habito,
repitiendo todos los días los mismos senderos,
quien no cambia de rutina,
no se arriesga a vestir un nuevo color
o no conversa con desconocidos.
Muere lentamente quien evita una pasión
Y su remolino de emociones,
Aquellas que rescatan el brillo en los ojos
y los corazones decaidos.
Muere lentamente quien no cambia de vida,
cuando está insatisfecho con su trabajo o su amor,
Quien no arriesga lo seguro por lo incierto
para ir detrás de un sueño,
quien no se permite al menos una vez en la vida huir de los consejos sensatos…
¡Vive hoy! - ¡Haz hoy!
¡Arriesga hoy!
¡No te dejes morir lentamente!
¡No te olvides de ser feliz!

EL PASEO REPENTINO, de Franz Kafka

Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.
Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

viernes, agosto 19, 2011

SOLILOQUIO DEL SOLTERON, de Roberto Arlt

Me miro el dedo gordo del pie, y gozo. Gozo porque nadie me molesta. Igual que una tortuga, a la mañana, saco la cabeza de bajo el caparazón de mis colchas y me digo, sabrosamente, moviendo el dedo gordo del pie:
-Nadie me molesta. Vivo solo, tranquilo y gordo como un arcipreste glotón.
Mi camita es honesta, de una plaza y gracias. Podría usarla sin reparo ninguno el Papa o el arzobispo.
A las ocho de la mañana entra a mi cuarto la patrona de la pensión, una señora gorda, sosegada y maternal. Me da dos palmaditas en la espalda y me pone junto al velador la taza de café con leche y pan con manteca.
Mi patrona me respeta y considera.
Mi patrona tiene un loro que dice: "¡Ajuá! ¿Te fuiste? Que te vaya bien", y el loro y la patrona me consuelan de que la vida sea ingrata para otros, que tienen mujer y, además de mujer, una caterva de hijos.
Soy dulcemente egoísta y no me parece mal.
Trabajo lo indispensable para vivir, sin tener que gorrear a nadie, y soy pacífico, tímido y solitario.
No creo en los hombres, y menos en las mujeres, mas esta convicción no me impide buscar a veces el trato de ellas, porque la experiencia se afina en su roce, y además no hay mujer, por mala que sea, que no nos haga indirectamente algún bien.
Me gustan las muchachitas que se ganan la vida. Son las únicas mujeres que provocan en mí un respeto extraordinario, a pesar de que no siempre son un encanto. Pero me gustan porque afirman un sentimiento de independencia, que es el sentido interior que rige mi vida.
Más me gustan todavía las mujeres que no se pintan. Las que se lavan la cara, y con el cabello húmedo, salen a la calle, causando una sensación de limpieza interior y exterior que haría que uno, sin escrúpulos de ninguna clase, les besara encantado los pies.
No me gustan los chicos, sino excepcionalmente. En todo chiquillo, casi siempre se descubren fisonómicamente los rastros de las pillerías de los padres, de manera que sólo me agradan a la distancia y cuando pienso artificialmente con el pensamiento de los demás que coinciden en decir: "¡Qué chicos, son un encanto!", aunque es mentira.
Me baño todos los días en invierno y verano. Tener el cuerpo limpio me parece que es el comienzo de la higiene mental.
Creo en el amor cuando estoy triste, cuando estoy contento miro a ciertas mujeres como si fueran mis hermanas, y me agradaría tener el poder de hacerlas felices, aunque no se me oculta que tal pensamiento es un disparate, pues si es imposible que un hombre haga feliz a una sola mujer, menos todavía a todas.
He tenido varias novias, y en ellas descubrí únicamente el interés de casarse, cierto es que dijeron quererme, pero luego quisieron también a otros, lo cual demuestra que la naturaleza humana es sumamente inestable, aunque sus actos quieran inspirarse en sentimientos eternos.
Y por eso no me casé con ninguna.
Personas que me conocen poco dicen que soy un cínico; en verdad, soy un hombre tímido y tranquilo, que en vez de atenerse a las apariencias busca la verdad, porque la verdad puede ser la única guía del vivir honrado.
Mucha gente ha tratado de convencerme de que formara un hogar; al final descubrí que ellos serían muy felices si pudieran no tener hogar.
Soy servicial en la medida de lo posible y cuando mi egoísmo no se resiente mucho, aunque me he dado cuenta que el alma de los hombres está constituida de tal manera, que más pronto olvidan el bien que se les ha hecho que el mal que no se les causó.
Como todos los seres humanos, he localizado muchas mezquindades en mí, y más me agradaría no tener ninguna, mas al final me he convencido que un hombre sin defectos sería inaguantable, porque jamás le daría motivo a sus prójimos para hablar mal de él, y lo único que nunca se le perdona a un hombre, es su perfección.
Hay días que me despierto con un sentimiento de dulzura floreciendo en mi corazón. Entonces me hago escrupulosamente el nudo de la corbata y salgo a la calle, y miro amorosamente las curvas de las mujeres. Y doy las gracias a Dios por haber fabricado un bicho tan lindo, que con su sola presencia nos enternece los sentidos y nos hace olvidar todo lo que hemos aprendido a costa del dolor.
Si estoy de buen humor, compro un diario y me entero de lo que pasa en el mundo, y siempre me convenzo de que es inútil que progrese la ciencia de los hombres si continúan manteniendo duro y agrio su corazón como era el corazón de los seres humanos hace mil años.
Al anochecer vuelvo a mi cuartujo de cenobita, y mientras espero que la sirvienta - una chica muy bruta y muy irritable - ponga la mesa, "sotto voce" canturreo Una furtiva lágrima, o sino Addio del passato, o Bei giorni ridenti...
Y mi corazón se anega de una paz maravillosa, y no me arrepiento de haber nacido.
No tengo parientes, y como respeto la belleza y detesto la descomposición, me he inscripto en la sociedad de cremaciones, para que el día que yo muera el fuego me consuma y quede de mí, como único rastro de mi limpio paso sobre la tierra, unas puras cenizas.

martes, agosto 16, 2011

EL TÍO GILITO Y SUS SECUACES, de Arturo Pérez Reverte - 16/8/11

Decía Unamuno que, cuando en España se habla de honra, un hombre honrado debe ponerse a temblar.
Más de uno debió de temblar el otro día, escuchando decir a un poderoso banquero que ahora los bancos serán más compasivos con sus clientes.
Es hecho probado que a ningún banquero, de aquí o de afuera, le da acidez de estómago la ruina ajena.
Un banquero es un depredador social con esposa en el Hola, un Danglars que traiciona a cuanto Edmundo Dantés cruza su camino, un Scrooge al que se la traen floja los espectros de las navidades pasadas, presentes y venideras, un tío Gilito que hasta con su sobrino el pato Donald - los que leíamos tebeos lo calamos desde niños -, ignora la piedad.
Y ni falta que le hace.
De economía no tengo ni idea; pero lo que no soy es completamente gilipollas.
Por eso me toca la flor, corneta, que los banqueros maltraten mi sentido común a semejantes alturas de la feria, en esta España donde no hay monumento al sinvergüenza desconocido porque aquí nos conocemos todos.
Un infeliz país donde la gente puede verse obligada a cerrar tienda o negocio por equivocarse en su gestión; pero donde ningún banco ni banquero, que llevan años equivocándose en la gestión irresponsable de un dinero que ni siquiera es suyo, pagan el precio de sus errores.
Nunca.
Durante mucho tiempo, al socaire ladrillero que el Pepé del amigo Aznar nos legó por sucia herencia, esa panda de golfos, que igual engorda con unos que con otros, concedió préstamos a todo cristo, sin importar la capacidad de devolución de la clientela.
A mi hija, por ejemplo, cuando cumplió dieciocho años, le mandaron seductoras cartas ofreciendo créditos para coches, videoconsolas y ordenadores, los hijos de la gran puta.
En vez de centrarse en su trabajo de captar dinero y prestarlo bien, los bancos inundaron España de créditos que rozaban lo fraudulento.
Lo usual era hipotecar la casa, en un ambiente de euforia que llevó hasta conceder el precio total de la vivienda, tasada por encima de su valor real, a veces con una cantidad suplementaria, también a sugerencia del propio banco.
Y esto fue Disneylandia.
Alentada, naturalmente, por la estúpida condición humana; por nuestra criminal simpleza, capaz de tragarse que alguien vendiera duros a cuatro pesetas, y que un empleado que ganaba mil quinientos euros al mes pudiera permitirse - «yo también tengo derecho» fue la frase de moda, como si tener derecho equivaliese a tener posibilidades - hipotecarse en una casa de medio millón, coche para el niño y vacaciones en el Caribe.
Al fin, como era de esperar - aunque nadie parecía esperarlo -, todo se fue al carajo, y los bancos quedaron saturados de garantías que no garantizaban nada.
De casas que no valían lo que los tasadores de esos mismos bancos dijeron que iban a valer.
El resto lo conocemos: los bancos no quisieron asumir las pérdidas.
En cuanto al Gobierno, en vez de decirles oye, cabrón, te has equivocado, así que ahora paga por ello, lo que hizo fue darles dinero.
Pero, en vez de destinar esa viruta a proteger a sus clientes, lo que hicieron los bancos fue trincarla para mantener su beneficio.
Ni un duro menos, dijeron.
Y lo que ocurrió, y ocurre, es que el Estado mira y consiente.
Un Gobierno tan aficionado a gobernar por decreto como éste podría limitar las comisiones que cobran los bancos en tarjetas, transferencias, cuentas y cosas así. O los sueldos y beneficios de los banqueros.
Pero eso, dicen, conculca los principios del Estado liberal.
Obviando, claro, que más liberales son Gran Bretaña y Estados Unidos, donde sí han limitado los ingresos de los banqueros.
Allí, cuando el Estado da dinero, vigila qué se hace con él.
Por eso se ha metido en los consejos de administración de los bancos y ahora vigila desde dentro.
Si piden mi apoyo, exijo. Y cuidado conmigo.
Pero esto es España, y los políticos evitan meter mano.
Lo hicieron con las cajas de ahorro cuando todo era ya tan disparatado que no quedaba más remedio.
Es el lobby bancario quien decide y el Estado el que babea.
Nada raro, si consideramos que los principales deudores de los bancos son los sindicatos y los partidos políticos; y que, tanto a esos dos payasos que salen en la tele con pancartas llenas de siglas como a los de corbata y coche oficial, los bancos los tienen agarrados por las pelotas, o - seamos paritarios - por el folifofó.
Y mientras el tendero, el del bar, yo mismo si no vendo libros, asumimos nuestras pérdidas y nos vamos a tomar por saco, nuestro banco se las endosa a otros, sin despeinarse.
Y tan amigos.
Ahora, para más recochineo, están saliendo a bolsa entre sus mismos depositarios.
A sacar más dinero de aquellos a quienes ya se lo sacaron.
Haciendo la bola más grande todavía.
Y lo que dure, pues oigan.
Dura.

lunes, agosto 08, 2011

NUEVE LUNAS, de José Pedroni

“Mujer: en un silencio que me sabrá a ternura,
durante nueve lunas crecerá tu cintura,
y en el mes de la siega tendrás color de espiga,
vestirás simplemente y andarás con fatiga.

El hueco de tu almohada tendrá olor a nido,
y a vino derramado nuestro mantel tendido.
Si mi mano te toca, tu voz, con la vergüenza,
se romperá en tu boca lo mismo que una copa.


El cielo de tus ojos será cielo nublado,
tu cuerpo todo entero, como un vaso rajado
que pierde un agua limpia. Tu mirada un rocío.
Tu sonrisa la sombra de un pájaro en el río.

Y un día, un dulce día, quizás un día de fiesta
para el hombre de pala y la mujer de cesta,
el día que las madres y las recién casadas
vienen por los caminos a las misas cantadas.

El día que la moza luce su cara fresca,
y el cargador no carga, el pescador no pesca…
tal vez el sol deslumbre; quizá la luna grata
tenga catorce noches y espolvoree plata.

Sobre la paz del monte; tal vez en el villaje
llueva calladamente; quizá yo esté de viaje…
Un día, un dulce día, con manso sufrimiento,
te romperás cargada como una rama al viento.

Y será el regocijo de besare las manos,
y de hallar en el hijo tu misma frente simple,
tu boca, tu mirada, y un poco de mis ojos,
un poco, casi nada…”

domingo, agosto 07, 2011

ENTREMOS, de José Pedroni

Esta es nuestra casa. Entremos.
Para ti la hice como un libro nuevo.
Mirando. Mirando como la hace el hornero,

Tuya es esta puerta, tuyo este antepecho,
y tuyo este patio con su limonero.
Tuya esta solana donde en el invierno
pensará en tus párpados tu adormecimiento.

Tuyo este emparrado que al ligero viento
moverá sus sombras sobre tu silencio.
Tuyo este hogar hondo que reclama el leño
para alzarte en humo, para amarte en fuego.

Tuya esta escalera por la cual, sin término,
subirás mi nombre, bajaré mis versos.
Y tuya esta alcoba de callado techo,
donde, siempre novios, nos encontraremos.

Esta es nuestra casa. ¡Hazme el primer fuego!

VENCIDOS, de León Felipe

Por la manchega llanura se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar...
Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero sin peto y sin espaldar...
Va cargado de amargura... que allá encontró sepultura
su amoroso batallar...
Va cargado de amargura que allá «quedó su ventura»
en la playa de Barcino, frente al mar...

Por la manchega llanura se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura...
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar...
y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar; hazme un sitio en tu montura,
caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado de amargura
y no puedo batallar.
Ponme a la grupa contigo, caballero del honor,
ponme a la grupa contigo y llévame a ser contigo
pastor...

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar...

NOCTURNO A MI BARRIO, de Aníbal Troilo

Mi barrio era así, así, así...
Es decir, qué se yo si era así..!
Pero yo me lo acuerdo así!,
con Giacumin, el carbuña de la esquina,
que tenía las hornallas llenas de hollín,
y que jugó siempre de "jas" izquierdo al lado mío,
siempre, siempre.
tal vez, pa' estar más cerca de mi corazón..!

Alguien dijo una vez
que yo me fui de mi barrio...
Cuándo? …pero cuándo..?!!
Si siempre estoy llegando..!
Y si una vez me olvidé,
las estrellas de la esquina de la casa de mi vieja,
titilando como si fueran manos amigas,
me dijeron: Gordo, Gordo, quedáte aquí..
Quedáte aquí...!!

viernes, agosto 05, 2011

TEORÍA DEL INFIERNO, de autor desconocido.

La siguiente pregunta fue hecha en un examen trimestral de química en la Universidad de Toledo. La respuesta de uno de los estudiantes fue tan “profunda” que el profesor quiso compartirla con sus colegas, vía Internet, razón por la cual podemos todos disfrutar de ella.

Pregunta: ¿es el Infierno exotérmico (desprende calor) o endotérmico (lo absorbe)?

La mayoría de estudiantes escribieron sus comentarios sobre la Ley de Boyle (el gas se enfría cuando se expande y se calienta cuando se comprime).
Un estudiante, sin embargo, escribió lo siguiente:
“En primer lugar, necesitamos saber en qué medida la masa del Infierno varía con el tiempo. Para ello hemos de saber a qué ritmo entran las almas en el Infierno y a qué ritmo salen...
Tengo sin embargo entendido que, una vez dentro del Infierno, las almas ya no salen de él. Por lo tanto, no se producen salidas.
En cuanto a cuántas almas entran, veamos lo que dicen las diferentes religiones: la mayoría de ellas declaran que si no perteneces a ellas, irás al Infierno. Dado que hay más de una religión que así se expresa y dado que la gente no pertenece a más de una, podemos concluir que todas las almas van al Infierno.
Con las tasas de nacimientos y muertes existentes, podemos deducir que el número de almas en el Infierno crece de forma exponencial.
Veamos ahora cómo varía el volumen del Infierno.
Según la Ley de Boyle, para que la temperatura y la presión del Infierno se mantengan estables, el volumen debe expandirse en proporción a la entrada de almas.
Hay, por lo tanto, dos posibilidades:
1. Si el Infierno se expande a una velocidad menor que la de entrada de almas, la temperatura y la presión en el Infierno se incrementarán hasta que éste se desintegre...
2. Si el Infierno se expande a una velocidad mayor que la de la entrada de almas, la temperatura y la presión disminuirán hasta que el Infierno se congele.
¿Qué posibilidad es la verdadera?
Si aceptamos lo que me dijo Teresa en mi primer año de carrera (hará frío en el Infierno antes de que me acueste contigo…!), y teniendo en cuenta que me acosté con ella ayer por la noche, la posibilidad número 2 es la verdadera.
Doy por tanto como cierto que el Infierno es exotérmico y que ya está congelado.
El corolario de esta teoría es que, dado que el Infierno ya está congelado, ya no acepta más almas y está, por tanto, extinguido... dejando al Cielo como única prueba de la existencia de un ser divino y amoroso, lo que explica por qué, anoche, Teresa no paraba de gritar: ¡Oh Dios mío!"
Dicho estudiante fue el único que sacó 'sobresaliente'....

No te tomes la vida tan en serio; al fin y al cabo no saldrás vivo de ella…!

jueves, agosto 04, 2011

MOTOROLA, de Eduardo Sacheri

Abelardo Celestino Tagliaferro dobló la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Sus movimientos eran metódicos, serenos. Pero para cualquiera que conociese su carácter habitualmente enérgico, impulsivo, aquellos gestos necesariamente hubiesen tenido algo artificial, algo de falso. Eran a todas luces ademanes nacidos de una reflexión profunda, concienzuda. Esos ademanes calmos que las personas adoptan en un intento de que su espíritu se contagie de esa paz y esa mansedumbre exterior de los gestos ante el mundo.
Abelardo Celestino Tagliaferro había tenido mucho tiempo para prepararse para esa mañana cargada de presagios trágicos. Cinco, seis meses tal vez. Los signos alarmantes habían empezado algo antes, digamos en noviembre. Diciembre del año anterior. El receso del verano le había hecho abrigar algunas esperanzas. Pero desde fines de febrero la situación se había tornado crecientemente tenebrosa. Para los últimos días de abril Tagliaferro había comprendido que sólo un milagro lo pondría a salvo del abismo. ¿No habían existido acaso otros milagros anteriores? Pero mayo y junio se habían consumido sin que ese milagro tuviera lugar. Semana a semana se espíritu se había ido opacando. A medida que se acercaba julio, su carácter, habitualmente expansivo, dado, campechano, se había tornado proclive a la meditación, al silencio, al ensimismamiento. A medida que los días se acortaban y los árboles de la General Paz se desnudaban en colores ocres, Tagliaferro iba convirtiéndose en una suerte de crisálida espiritual, encapsulada en melancólicas meditaciones, ajena al caos cotidiano.
Cuando no sin cierto esfuerzo bajó del taxi, vio que los hombres que frecuentaban con él la parada lo esperaban bajo el toldo del kiosco. Abiertos en un semicírculo, se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos. Abelardo Celestino Tagliaferro se acercó con el mentón erguido y la vista clavada en un horizonte imaginario. A cada paso su cuerpo monumental se balanceaba levemente hacia los lados. Con la campera puesta daba la impresión de ser un astronauta gigantesco caminando en la ingravidez de la Luna.
Calculó, con precisión de experto, que el primer dardo lo alcanzaría cuando pasara a la altura del lavadero automático, o no mucho después de poner un pié en la vereda de la agencia de lotería. No se equivocó.
- ¿Qué hacés acá, Gordo? Te hacíamos en la cancha.
El que había hablado era Alvarez, el morocho del Gacel. “Era lógico”, pensó Tagliaferro. Pero estaba listo para ataques sencillos como ése.
- Por favor, Alvarez, no me jodás con pavadas.
Habló con serenidad, como transigiendo en explicar que dos más dos son cuatro a un ignorante. Pero no pudo evitar una levísima irritación al escuchar las risitas breves de los otros, las mismas risas que envalentonaron al morocho para volver al ataque.
- ¡Te hablo en serio, Gordo! No podés dejar al equipo ahora, en semejante momento.-
Tagliaferro suspiró mientras su expresión adquiría un cariz de angelical cansancio: - Haceme el favor, no hablemos más de fútbol.-
De nuevo el coro de risitas cómplices. Terminó de acercarse, imperturbable. Saludó con inclinaciones de cabeza y recibió alguna palmada. Como siempre, le cedieron uno de los banquitos de metal y estiraron hacia él un mate humeante. Chupó con placer, alargó la diestra hacia la bolsa engrasada de los bizcochos y se preparó para el próximo round.
- ¿Cómo que no hablemos más, Gordo? ¿No eras vos el que siempre venía insufrible los lunes cuando ganaban? Que Platense de acá, que los Calamares de allá, que el equipo del Polaco del otro lado- algunos de los otros asentían. ¿No te cagabas de risa cada vez que perdían los grandes?
Tagliaferro volvió a suspirar y a sonreír.
- Mirá, Alvarez…, -pareció dudar en busca de las palabras adecuadas-, eso era antes… yo qué sé. A veces la vida te enseña cosas, sabés. Y me apiolé de que todo ese asunto del fútbol, viste, qué sé yo, no tiene sentido…-dejó sus palabras flotando un momento y concluyó-: - No hay caso, pibe. No tiene sentido.-
El morocho Alvarez era demasiado primario como para afrontar semejante despliegue de nihilismo. El Gordo sabía que el Piolín Acosta tomaría la posta con aportes algo más incisivos. El Piolín Acosta era un cincuentón larguirucho, de piel blanquísima. Había sido bautizado así por el propio Gordo. En su origen el sobrenombre era Piolín de Matambre, porque era largo, finito, blanco y ordinario. El Gordo, especialista en apodos, consideraba su hallazgo con Piolín una de sus obras maestras, y a cada uno de los nuevos en la parada se lo había ido explicando como un modo de revivir la deliciosa indignación del otro.
El ataque de Piolín fue frontal: - Y decime, Gordo, si hoy le ganan a River, y ponele que por una de esas putas casualidades del destino se terminan salvando… ¿vas a seguir con la huevada del escepticismo?
- ¡Ahí está, ahí está¡- algunos asentían, entusiasmados en la intuición de que el alto y pálido filósofo estaba acorralando al recién llegado. El Gordo se preguntó cuántos de ellos sabían qué corchos era eso del escepticismo.
- No, Piolín, para mí el fútbol… ¿cómo te explico? Ya fue, sabés.
Esas pocas palabras le fueron brotando de a poco, mientras miraba el toldo que tenía sobre la cabeza y mientras sus manos abiertas hacia arriba describían ademanes vagos, como reforzando esa sensación de vacío metafísico que su dueño pretendía transmitir.
- ¡Dejate de joder, Gordo¡ ¡A mí no me vengás con el cuento¡ ¡Que si no estuvieran por irse a la B te tendríamos que estar bancando como si el puto cuadro ese fuera el Manchester United.
Tagliaferro volvió a considerarlo con indulgencia. Un nuevo suspiro hinchó la mole de su cuerpo agazapado en el banquito.
- No querido, te equivocás. A veces la desgracia te abre los ojos, sabés… Y si tenés neuronas te ponés a pensar. Hizo un silencio.
Los siete pares de ojos seguían cada uno de sus ademanes y los catorce oídos atendían a cada una de las inflexiones de su voz:- Suponete que Platense va y se salva. Difícil, pero ponele que sí: ¿qué me cambia? ¿Voy a ser más rico? ¿Va a subir más gente al tacho? ¿Voy a volverme inmune a los afanos?
No, loco, no me cambia nada. Y ponele que hoy se va al descenso: ¿qué pierdo, hermano? No hay vuelta, loco. El fulbo es una mentira, sabés. ¿O ustedes piensan que a esos turros de los jugadores les importa algo? No, padre, los tipos cobran y se van. ¿Quién se queda como un boludo parado en la popular? ¿Vos o ellos? ¿Y los dirigentes? ¿Vos te pensás que les calienta algo? ¡Si son una manga de chorros!
Hizo una pausa para tomar otro mate y para que su discurso penetrase mejor en las mentes de sus amigos. Volvió al ataque: - El fútbol está armado para que ganen los grandes, nada más. Es un negocio, pibe. Es todo un circo que vive de los giles como ustedes. A ver, mirá los goles el domingo. ¿Alguno de ustedes sigue siendo tan nabo de mirar los goles? –Los otros asintieron- ¿Ves que la Argentina es una país de boludos? Todos ahí como giles, comiéndose sesenta mil propagandas… ¿Para qué? ¿Para ver a esos maricones que le van de héroes y que a la primera de cambio cuando les ponen dos mangos sobre la mesa se van a jugar a Europa? ¡Por favor, muchachos, no jodamos!
Cada vez más enardecido, siguió: - A ver vos, García -el aludido lo miró atentamente-, vos sos hincha de Gimnasia: si no juegan con River o Boca ¿cuántos minutos te pasan del partido? ¿Uno? ¿Uno y medio? Y vos, Martínez: ¿no me contaste que para ver los goles de Colón los grabás y después los ves cincuenta veces y te hacés el bocho de que viste el partido entero?- El otro asintió- ¿Ven lo que digo? Entiendanló, el fulbo no sirve para nada. ¡Para nada!
O vos, Pasos, que sos de River… ¿te volvió un tipo feliz que hayan ganado tres campeonatos al hilo? –
Los ojos grises de Pasos se entornaron en un gesto suave que era también de infinita tristeza.
- Es todo verso, es todo mentira…-
Y como si fuera el resumen de su discurso, reiteró: - Todo mentira, no hay vuelta.-
Tagliaferro calló. Los demás se pasaban el mate en silencio. Algunos miraban para cualquier lado para que los otros no vieran las huellas de la turbación que les había sembrado. El Gordo advirtió, aliviado, que había conseguido el milagro de que se pusieran a hablar de otra cosa. El podía tener mucho autocontrol y todo lo que quisieran. Pero tampoco era de fierro, qué tanto.
Los otros se fueron yendo, en una mañana dominguera extrañamente movida. Cuando llegó el turno de Tagliaferro, le alargó el mate al que cebaba y se puso de pié con dificultad. Una mujer algo mayor se acercaba presurosa a la parada.
- Necesito ir a Luján, muchacho. A la basílica.
Cuando la mujer se acomodó atrás y él encendió el motor, su espíritu comenzó a poblarse de sensaciones confusas. La señora tenía aspecto de abuelita de libro de cuentos. Tagliaferro se mordió el labio inferior mientras dudaba en hacer la pregunta que se le había ocurrido.
Finalmente se decidió: - ¿Le molesta si enciendo la radio, señora?
- No, muchacho, para nada.
Apenas formuló la pregunta se arrepintió de haberla hecho. ¿Por qué había salido con eso? ¿Qué razón había para encender la radio?
Ninguna, Gordo, ninguna, se amonestó.
La radio era un cachivache vetusto que no tenía nada que ver con el Renault 19 hecho un chiche de Tagliaferro.
Era un artefacto antiguo que había pertenecido originalmente a un Siam Di Tella que en los años sesenta le había permitido a Tagliaferro parar la olla en su casa cuando lo habían echado de la empresa.
En los setenta había cambiado el Siam por un Dodge. Después por un Peugeot y por un Senda.
Pero la radio siempre había sido la misma.
Era uno de esos ejemplares con dos perillas a los lados que sólo funcionaban en amplitud modulada y que tienen una serie de teclas negras debajo del visor para cambiar velozmente de lugar en el dial. Adaptarla al tablero del Renault había sido complicado, y en el taller lo habían mirado como si estuviese totalmente pirado.
Pero a Tagliaferro le importaba un cuerno.
La radio, esa radio, era para él un talismán infalible, un salvoconducto, un pasaporte para un retorno pacífico a su casa y a los suyos. Y otra cosa: con esa radio había escuchado al Calamar salvarse de todos los descensos.
Pero ese viaje a Luján parecía una señal venida de los infiernos. Porque el aparato tenía un inconveniente (en realidad tenía varios, pero existía uno verdaderamente delicado): por alguna extraña razón que Tagliaferro no había logrado determinar, la radio callaba indefectiblemente apenas salía un par de kilómetros de la Capital. Cuando traspasaba la General Paz comenzaban las interferencias. Y veinte cuadras más allá lo único que salía del receptor era el sonido propio de una sartenada de papas fritas a medio cocinar.
Haciendo un cálculo sencillo, entre la ida y la vuelta se iba a perder el partido completo, que ya debía estar empezando. Podía escuchar los primeros minutos, sí, hasta que saliera de la autopista en Liniers, pero, ¿y después? Tagliaferro detuvo en seco la sucesión de sus pensamientos. ¿Qué estaba haciendo? ¿No era cierto todo lo que acababa de decir? ¿No eran esas frases que acababa de pronunciar frente a sus amigos la rotunda verdad a la que había llegado luego de dos meses de exploración interior, de introspección dolorosa, de disciplina moral? ¡Seguro que lo era!
De modo que Tagliaferro, apenas encendió la radio, sintonizó una emisora de tangos que se extinguió poco más allá de Ciudadela. Sufrir por un motivo tan pedestre, qué barbaridad, se dijo.
Se recordó a sí mismo en tantos domingos de amarguras. ¿No habían sido infinitamente más abundantes que las inusuales jornadas de triunfo?
A la altura de Morón apagó la radio, que ya estaba en plena fritanga. Parece mentira, qué rápido se va por la autopista, se dijo. Al ver que estaba a la altura de Morón lo cruzó una noción sombría: Platense volvería a jugar aquí después de varias décadas en primera. Sacudió la cabeza. Disciplina, Gordo, disciplina, se repitió.
Pero sus labios empezaron a musitar una letanía que a cualquier sacerdote le hubiese resultado extraña: Tigre, All Boys, Brown, Los Andes. Su ánimo ya era definitivamente sombrío. De pronto el pánico lo cruzó en varias oleadas sucesivas: San Telmo, Lamadrid, J.J.Urquiza. ¿Y si no era una, sino dos o tres categorías perdidas al hilo?
Intentó reaccionar.
¿Y a mí qué carajo me importa?
Supuso que había sido un grito íntimo, pero se dio cuenta de que algo del alarido interno se le había escapado porque la señora le miraba con un poco de temor y los ojos muy abiertos. El Gordo le sonrió con dulzura por el espejo y después clavó los ojos en la ruta.
Moreno: la autopista se redujo a dos carriles. Y por esto te cobran peaje, los muy turros, pensó. La pasajera iba ensimismada contemplando el paisaje por la ventanilla.
¡La ventanilla! se dijo.
En invierno o en verano, él iba con la ventanilla del conductor baja, salvo que el pasajero le pidiera lo contrario. ¿Y si probaba cerrar todo el auto, a ver si la radio emitía al menos un susurro? Corrió el codo y cerró. Encendió el catafalco negruzco y esperó. Acercó todo lo que pudo la oreja al receptor. El rumor de una voz era inconfundible. Tragó saliva. Subió el volumen a tope y la vocecita adquirió mayor consistencia. Tratando de no perder de vista la ruta, acercó aún más la oreja. Insultó en voz baja. Era uno de esos programas religiosos en los que el conductor repartía sanaciones radiofónicas en un castellano levemente extraño. Movió el dial hacia la derecha. Folklore. Un poco más: tango. Luego topó con el final de la banda. Inició el camino inverso. A la izquierda del pastor evangélico detectó el sonido inconfundible de un relato deportivo, pero demasiado lejano como para que se entendieran las palabras. Giró la perilla: ahí estaba el partido de Platense. Escuchó con el alma en vilo el relato de una jugada intrascendente en el medio del campo.
¡Cómo van, que digan cómo van, carajo!, pensaba.
Pero de inmediato entendía que a esa altura debía tener la expresión crispada, los ojos inyectados, la expresión tensa del hincha angustiado, y se decía que no, que de ningún modo, que no debía echar a la basura todos esos meses de auto educación que lo habían librado al fin de su dependencia Calamar.
¿No estaba acaso hermosa la mañana? ¿No bañaba el sol, radiante, el campo y la autopista?
El Gordo volvió en sí por un instante. La temperatura del taxi con todas las ventanillas cerradas y el sol cayendo a pique debía andar por los 35 grados. Tagliaferro observó a la pasajera y vio que abanicaba con una revista, mientras dos gruesos goterones de sudor le resbalaban por los lados de la cara. Estuvo a punto de bajar las ventanillas, pero se dijo que entonces perdería definitivamente cualquier esperanza de comunicación radial con el mundo. De manera que optó por encender el aire acondicionado. El fresco me va a venir bien para poner en orden las ideas, se dijo.
No te enchufes, Gordo, no te enchufes, se repetía. La cosa está perdida. No hay manera de que zafemos.
Momento: ¿zafemos quiénes? ¿Acaso yo soy Platense? ¿Tenés acciones ahí, Gordo boludo? Los que se van a la B son ellos, no vos. Los que van a perder con River son ellos. Los jugadores y los dirigentes, qué tanto.
Vos sos Abelardo Celestino Tagliaferro, a sus órdenes, de profesión taxista, estado civil casado, padre de dos hijos y abuelo de tres nietos. Enterate. Lo demás es todo grupo. Para qué calentarse. Si al descenso se van a ir igual y después te vas tener que bancar a toda esa manga de palurdos de la parada, empezando por el Piolín y terminando por el negado del morocho Alvarez.
Empezaron las rotondas de Luján.
Tagliaferro miró por el espejo y vio a la pasajera con las manos en los bolsillos, el gorro calzado hasta las orejas, la bufanda enrollada en tres vueltas alrededor del cuello y los lentes empañados. El Gordo notó que la temperatura había bajado unos treinta grados de un saque. Apagó el acondicionador de aire. Descartada la estrategia del encierro, optó por ventilar bien el taxi. Tal vez lograra captar algún kilohertz extraviado en el éter.
El último tramo hasta la iglesia lo hizo veloz, con las cuatro ventanillas bajas y el aire como un torbellino en el interior del tacho.
Cuando paró frente a la catedral y se volvió a mirar a la pasajera, advirtió con sorpresa que el pelo de la mujer había adquirido una cierta disposición salvaje y que sus ojos no paraban de parpadear alarmados. Daba la impresión de haber encontrado un nuevo motivo para agradecer a la Virgen. Tagliaferro dio vuelta a la plaza y se dispuso a emprender el retorno. Entonces los vio. Cuatro hinchas de River, ataviados con camisetas, vinchas y banderas, venían sacudiendo los trapos y cantando a voz en cuello. El Gordo consultó su reloj. Debía estar empezando el segundo tiempo. No se atrevió a preguntarles el resultado del partido, pero la actitud festiva de los tipos lo hundió en una desesperación creciente.
Momento: ¿qué te pasa, Gordo?
Pará la moto. Pará un poquito. Que se desesperen ellos. Todos esos nabos que se sienten los dueños de las camisetas y de los clubes. Pensar que él mismo hasta hacía poco había sido uno de ellos. Y desde pibe, para colmo. Pero de más grande fue peor. El ascenso se le subió a la cabeza. Y la definición por penales con Lanús, Dios santo. Lo había ido a ver con Clarisa. Al final del partido él se había desmayado y habían tenido que sacarlo de la popular entre cinco tipos bien grandotes. Pero quién te quita lo bailado. Y el desempate con Temperley, mama mía, cómo habíamos sufrido. Cortala. Cortala, Gordo palurdo, con la primera persona del plural. ¿Ma qué “nosotros”, enfermo? Si vos seguís tan pobre como cuando vinimos de España. ¿Qué hizo Platense por vos? ¿A ver?
Al pasar el peaje no pudo evitar la tentación. Se mintió que sería la última, como esos fumadores que escatiman los puchos del primer atado que compran luego de una larga abstinencia. El cobrador estaba escuchando los partidos en la cabina. ¿Cómo va River?, preguntó. Hincha de cuadro chico, sabía que la gente no tiene ni idea si uno le pregunta por Platense, Banfield o Ferro. Decime que va perdiendo, decime que va perdiendo, pensó. “Va ganando”, informó el fulano, con cara de gallina agradecida a la vida.
Cuando se levantó la barrera se alejó de allí sintiéndose perdido, perplejo, como si la noticia lo hubiese dejando navegando en aguas desconocidas.
Al pasar por Francisco Alvarez sus dedos comenzaron a tamborilear sobre el volante mientras silbaba inconscientemente, entre dientes, la melodía de un viejo estribillo que decía “Partirá, la nave partirá, donde llegará, nunca se sabrá”, o algo así. Una letra de porquería que tenía que ver con el arca de Noé. Pero, ¿por qué?
Eran las 11:31. Una canción del año del pedo. Cosa rara. Abelardo Tagliaferro se derrumbó a las 11:35 cuando se dio cuenta de que lo que había estado tarareando los últimos diez kilómetros no era ninguna canción pasada de moda, sino la perpetua melodía del “No se va, Platense no se va, Platense no se va, Platense no se va”, y las lágrimas se le desbarrancaron por la mejillas en dos torrentes tibios.
Cuando entrevió que toda resistencia era inútil, y como los chicos cuando se apuestan a sí mismos que si logran determinada proeza la vida les concederá premios impresionantes (al estilo de: si logro saltar toda la cuadra sobre el pié derecho sin trastabillar, entonces la rubiecita de la panadería gusta de mí), Tagliaferro se convenció de que si llegaba a la Capital Federal y encendía la Motorola antes de que terminara el partido, el Calamar iba a lograr dar vuelta su destino y los demás partidos se le iban a acomodar para seguir con chances.
Apretó el pie derecho contra el piso del auto y éste saltó hacia adelante a una velocidad francamente peligrosa. Era digna de verse la imagen de ese gigante que volaba aferrado con ambas manos al volante como un piloto de carrera, cuya cara bañada de lágrimas recientes se enrojecía por el esfuerzo de cantar a los alaridos un viejo estribillo con la letra cambiada.
A la altura de Moreno tuvo miedo de que la promesa de llegar a tiempo para oír el final no fuese suficientemente grandiosa como para lograr el conjuro. De modo que prometió dejar de fumar a las cuatro de la tarde y para siempre. Temeroso de que los hados lo consideraran débil de espíritu, agregó la promesa de una dieta estricta que lo llevara treinta y cinco kilos debajo de su peso actual en un plazo máximo de tres meses.
Mientras encendía la radio para ir ganando tiempo, y mientras volaba a la altura de Morón, las promesas se iban acumulando sobre sus espaldas. Prometió volver a misa todos los domingos. Prometió no volver a madrugarle un pasajero a ningún colega por un plazo se seis meses que luego extendió a dos años. Prometió dejar de construir fantasías eróticas con la peluquera de la vuelta. Prometió regalarle flores a Clarisa todos los viernes hasta que la muerte los separase. Estuvo a punto de prometer que no iba a joderlos más a los nietos para hacerlos de Platense, pero se contuvo a tiempo porque Dios no podía pedirle sacrificio semejante y porque supuso que ya había acumulado suficientes méritos con las promesas anteriores.
A la altura del Hospital Posadas, en Haedo, levantó el volumen de la radio hasta darle su máxima potencia. Sintonizó la emisora que siempre lo acompañaba para los partidos. Por detrás del ruido de la fritura se adivinaban voces de relato. Descolgó el rosario que llevaba anudado al retrovisor y empezó a rezar en voz alta. A la altura de Ciudadela la radio recuperó por completo sus funciones. Tagliaferro interrumpió el Ave María y entrecerró los ojos. Estaba bañado en sudor y parecía diez años más viejo que en la mañana.
Habían perdido. Habían perdido por robo. Estaban jugando el descuento, pero no había manera de remontar esa catástrofe. Las conexiones con las otras canchas hablaban de la algarabía de los cuadros que se habían salvado. En un arrebato de amargura infantil se sintió despechado porque Dios hubiese hecho caso omiso de sus promesas de regeneración absoluta.
Mientras tomaba la salida de la autopista hizo un último esfuerzo para que no le importara. Se detuvo en una cuadra desierta, llena de galpones en las dos veredas. Se dijo que no podía ponerse así. Que un dolor de ese tamaño solo podía sentirse por la pérdida de un ser querido. Que no podía tirar a la basura los esfuerzos de los últimos meses. Y todavía le faltaba sobreponerse a la escenita que iban a hacerle los muchachos en la parada. Control, Gordo, control. Mejor seguir haciéndose el distante, el superado, tal vez así lo dejaran en paz.
Tardo quince minutos en arrancar de nuevo rumbo a la parada.
Abelardo Celestino Tagliaferro dobló en la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Cuando logro incorporarse no se dirigió inmediatamente hacia la esquina. Fue a la parte trasera del taxi y abrió el baúl. Hurgó un momento bajo la caja de herramientas y encontró lo que buscaba. Desplegó la enorme tela rectangular con ademanes tiernos. Se anudó la bandera blanca con la franja central marrón en el cuello y la extendió sobre su espalda como si fuera una capa. Tanteo otra vez y encontró el gorrito tipo Piluso. Se lo plantó hasta las orejas. Cerró el baúl. Levantó los ojos hacia la esquina. Abiertos en un semicírculo los otros se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos.
Tagliaferro no caminó enseguida, porque acababa de entender que todos los hombres son cautivos de sus amores.
Uno no entiende porque ama las cosas que ama.
El intelecto no alcanza para escapar de los laberintos del afecto. Por eso es tan difícil enfrentar el dolor: porque uno puede engañarse inundando con argumentos razonables las llagas que tiene abiertas en el alma, pero lo cierto es que esas llagas no se curan ni se callan.
Y por eso un hombre puede amar a una mujer que a los otros hombres les parezca funesta, o puede poner su corazón al servicio de amores que a los otros se les antojen inútiles o intrascendentes.
Abelardo Tagliaferro estiró los brazos, prendió las manos a la tela, como un extraño superhéroe excedido de peso, y supo que lo importante no es a quién o a qué uno ama, sino el modo en que uno ama lo que ama. Recién entonces camino hacia la parada.